La semana ha sido muy difícil.
Por un lado, logré alcanzar un pequeño hito profesional al ir a cubrir la COP21 de París. Llevo años escribiendo de cambio climático y siguiendo estos eventos en segundo plano. A tenor de los resultados, estoy más que satisfecho. Fui allí como enviado de un medio joven y me demostré muchas cosas a mí mismo. Pero no quería hablar de esto.
En mi segundo día en la cumbre, recibí un Whatsapp bastante inquietante de mi madre en relación a un amigo de la adolescencia. Tenía que contarme algo sobre él y en aquel momento ya sabía lo que era. Él era francés y, al estar yo allí, mi madre temía que pudiera enterarme por la prensa. Joder. El estómago se me fue a los pies y de repente todo lo relativo a la cumbre o al cambio climático o a mi carrera dejó de importarme.
Nos conocimos con 15 años, los dos con la cara llena de granos. Nos intercambiábamos los veranos, uno lo pasábamos en su casa al sur de Francia y el siguiente él en Córdoba. Ninguno de los dos hablábamos entonces de querer ser periodistas y sin embargo los dos acabamos siéndolo, él tras estudiar Ciencias Políticas y yo tras hacer Filología Inglesa, él se especializó en rugby y yo en ciencia. Había cierto paralelismo entre nuestras vidas, aunque no eran líneas rectas. Más bien, le veía como alguien muy parecido a mí, más o menos los mismos objetivos vitales, pero con las reverberaciones del destino propias de haber nacido en otro país. A través de postales o actualizaciones de Facebook ambos mirábamos con el rabillo de ojo la vida del otro.
Cuando mi madre me lo contó entré en ese periodo de no aceptación. Traté de centrarme en acabar el reportaje que estaba escribiendo, traté de evitar cualquier relajación, no distraerme de la misión que me había impuesto para no pensar. A veces, algunos compañeros españoles venían a decirme cualquier cosa, que si el borrador del acuerdo había salido o si la ministra nos había reunido a tal hora para valorarlo. Asentía, pero me daba igual. Sólo quería volver a la pantalla y al texto a medio escribir. Si me levantaba a por café o al baño, la dichosa frase que empezaba con su nombre y acababa con su muerte se me metía en la cabeza, y yo intentaba rechazarla. Tuve que meterme entre dos taquillas para llamar a un par de seres queridos, que le conocieron, y poder desahogarme con ellos.
Iba con su mujer, que tuvo suerte aunque aún está grave, y sedada. Fue un accidente múltiple al sur de Francia. Cinco coches y ellos las únicas víctimas. La vida es tan cruel. No quería ni pensar en… bueno, en todo lo demás. En sus padres o sus hermanos pequeños, que hace años casi eran los míos.
La última vez que le vi fue en su boda, hace tres veranos. Una ceremonia maravillosa al sur de Francia, en una casa de campo en el pueblo de ella, una tarde que mi mente conserva en tonos pastel. Mientras volvía en el tren de Le Bourget vinieron a la mente memorias que creía olvidadas, recuerdos de adolescencia. Él y yo nadando cientos de metros en el Mediterráneo -ahora me parece increíble que pudiera hacerlo- o tirados en la alfombra de su cuarto, escuchando discos de Radiohead o Silverchair. Nos fuimos viendo menos conforme nuestras vidas de adulto se fueron complicando, pero estuvo ahí en unos años trascendentales, aquellos en los que se forma la personalidad.
Sé que no es el tono de esta bitácora. Si les estoy contando todo esto es, primero, por terapia, para ordenar un poco los pensamientos de estos días tan convulsos. Después, porque tras aquel día devastador y los siguientes, ahora creo que tengo una imagen suya que quiero conservar. Sé que un día me despertaré y ya no conservaré estos recuerdos espoleados por el duelo y la impotencia, y aquí quiero dejarlos. No revelo su nombre porque detesto la idea de que alguien haga ahora una especie de incursión necrófila en Google para ver qué aspecto tenía o qué escribía. Yo mismo, con mi natural curiosidad, no soy capaz de buscar nada de información y mucho menos mirar en sus redes sociales.
Por último, quiero pedirles dos favores.
Su madre envió un correo, lacónico, solemne. Buf. Imagínense. En resumen, decía que nada de flores, que si queríamos tener un detalle mejor hiciésemos una donación en su memoria a Reporteros Sin Fronteras. Si desean ustedes hacerla, en memoria de mi amigo o de cualquier persona que hayan perdido recientemente, periodista o no, sepan que se lo agradeceré desde el punto más cercano al alma. Quizá podamos ayudar a que algún otro reportero, en cualquier lugar del mundo, pase la Navidad junto a su familia.
Este favor es opcional, el que quiero que sí cumplan, estimados lectores -fieles o esporádicos- es el de tener mucho cuidado con el coche estos próximos días. Sólo quedan dos semanas de 2015 y este año ya hemos sufrido bastante.
No sé si volveré a escribir en unos días, así que aprovecho para desear un feliz fin de año. Cuídense todos.