Poca broma con el 15M

El 15 de mayo de 2011, yo trabajaba como asistente de programación en el Canal Historia, un trabajo estable y cómodo aunque demasiado sencillo: pasaba las programaciones de Excel a otros formatos, las mandaba a los operadores de TV, reservaba vuelos y hoteles al director del canal, esas cosas. Hacía cinco meses que había vuelto de Estados Unidos y, aunque hacía un par de colaboraciones al mes para ABC, veía cómo mis expectativas de trabajar como periodista full-time se me deslizaban entre los dedos, cómo aquello que yo quería como trabajo se estaba convirtiendo en mi hobby.

Aquella semana, no sé cómo, me vi atraído por la muchedumbre en Sol. Cada día, salía del trabajo en Pozuelo de Alarcón a las 7 de la tarde, tomaba el cercanías y me bajaba en Ópera. Pasaba en la Acampada hasta medianoche, dando vueltas, tomando notas en una libreta y haciendo fotografías con el móvil. Aquella semana dormí poco y comí poco, pero fui tan feliz. Acabé retransmitiendo la Acampada Sol (así lo llamábamos entonces) para mis por entonces pocos seguidores en Twitter y escribí un reportaje de más de 6.000 palabras que nadie me había encargado. Por primera vez en muchos meses me sentía reportero y aparecía cada mañana felizmente ojeroso en el trabajo. Y no sólo eso.

Además, dejé de esperar.

A finales de ese verano, comencé a mandar propuestas a la recién nacida Jot Down y en octubre debuté con este reportaje.  Poco después dejé el trabajo, el único contrato indefinido que he tenido en los últimos 9 años, para hacer una sustitución de apenas 2 meses en la agencia SINC, trabajando como periodista científico, y luego me lancé a la piscina de ser freelance.

Desde luego, el 15M no creó nada. Todo lo que había dentro de mí ya estaba antes. Pero me hacía falta una patada en el culo, y la recibí esa semana. Así que, cuando veo a alguien preguntarse «de qué ha servido el 15M» me tengo que callar y pensar en que ahora no tengo tiempo para responder adecuadamente, porque tengo cosas que hacer.

 

 

[He vuelto a leer aquel reportaje que hice sobre la semana en Sol. Bueno, en general no me avergüenza, me gustan muchas partes, pero desde luego es demasiado largo, pomposo, falto de edición, sobrado de valoraciones personales, fruto de un Antonio cuatro años más joven, más inexperto, más desbocado y más cabreado… pero bueno, me sirve para ver en qué cosas he mejorado y en cuáles sigo cayendo. No pasará a la historia -ni siquiera a la mía propia- como obra periodística, pero contiene muchos apuntes de aquellos días que, vistos hoy, resultan curiosos. Si a alguien le interesa leerlo, pulse aquí].

De la cerilla al puente

Estamos en una habitación a oscuras y de vez en cuando vemos una cerilla encenderse aquí y allá, vemos durante un par de segundos un trozo del cuarto y a partir de esos fogonazos tratamos de imaginar cómo es el resto. Como dijo Pynchon, «desconocemos el alcance y estructura de nuestra ignorancia». Así me siento sobre algunos temas que me gustaría escribir.

En el trabajo, como en el sexo, por mucha pasión que se ponga en cada acto, la acumulación lleva a la rutina. Los reportajes se vuelven mecánicos, hay un tema concreto, se habla brevemente con quien está al cargo, con quien está a favor y con quien está en contra. Datos y opiniones se trenzan con un párrafo inicial y uno final, a veces brillantes pero basta con que cumplan su función. Pero uno siempre quiere aspirar a algo más, a otra habitación oscura.

Hace poco el Guardian anunció una campaña dedicada exclusivamente al cambio climático, prometiendo una cobertura más extensa y una mayor presión a fundaciones -como la Wellcome Trust o la Bill & Melinda Gates- que tuviesen participación en empresas de combustibles fósiles. Pisa bastante la frontera entre periodismo y activismo, si es que esa frontera existe, pero Alan Rusbridger dijo algo muy interesante a propósito de la misma. Traduzco el comienzo de su artículo:

«El periodismo tiende a ser un espejo retrovisor. Preferimos tratar con lo que ha sucedido, no con lo que está por venir. Damos prioridad a lo que es excepcional y está a la vista sobre lo que es normal y está oculto.
Es por todos conocido que, como tribu, estamos más interesados en el hombre que muerde a un perro que al contrario. Pero incluso cuando un perro planta sus dientes en un hombre, hay al menos algo nuevo que reportar, incluso si no es muy notable o importante».
Puede haber otras cosas extraordinarias e importantes sucediendo -pero pueden estar ocurriendo demasiado lenta o invisiblemente para los impacientes tic-tac de las redacciones, o para atraer la atención de un lector con prisa en su camino al trabajo».

He escrito bastante sobre cambio climático, especialmente cuando estuvo tan de moda hace unos años, pero aún ahora. He hablado con científicos de todo tipo, con políticos, con escépticos, con economistas… pero es cierto que al final ves esos puntos inconexos: una pieza en este suplemento, otra seis meses después en esta página web, luego una entrevista que sale un día cualquiera en el periódico, a las tres semanas un reportaje en otro lado. No hay esa Grand Narrative y eso, como dijo Lyotard, nos pone nerviosos. Y luego está la sensación de contar algo que nadie va a ver, algo parecido a escribir SciFi. No sé, te planteas si realmente escribir sobre cambio climático en los periódicos sirve para algo más que para haber aburrido -o peor, polarizado- a mucha gente durante demasiado tiempo.

También te planteas si existe un límite de complejidad en el periodismo, una línea roja a partir de la cual las investigaciones o los conceptos se vuelven tan enrevesados que hay que dejárselos a la justicia o a la ciencia, a los expertos, y esperar que éstos nos devuelvan algún día una pepita de oro, algo importante, pero asequible, que entregar al público.

Mi opinión a día de hoy es que sí que existe ese límite. Pero al mismo tiempo, creo que es elástico y que de alguna forma lo vamos empujando, aunque algunos dan a veces la impresión de estar ampliando el límite inferior de la complejidad.

La estructura fraudulenta del caso Watergate, paradigma de la investigación periodística con sus ladrones de poca monta y sus miembros del Comité para la Reelección del Presidente Nixon, parece hoy un juego de niños comparada con las obras de ingeniería financiera de empresas como Lehman Brothers, con docenas de sociedades pantalla afincadas en paraísos fiscales de medio mundo moviendo millones de aquí para allá a través de testaferros de códigos que representan a otros testaferros que actúan en nombre de un narco o una baronesa… no sé, se puede aspirar a investigar esas cosas y de hecho se hace, aunque es imposible hacerlo al modo tradicional.

Al periodismo le está pasando, con varias décadas de retraso, lo que a la ciencia. En el siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, la ciencia era llevada a cabo por lobos solitarios, gente de buena familia que se dedicaba a investigar sobre física o biología de una forma ilustrada, pero amateur. Igual que el mejor reporterismo de otra época dependía de un polaco o un Leguineche aventurándose en países exóticos con regímenes despóticos. Pero ya no se puede trabajar así, el romántico periodista mirando el atardecer africano con su cuaderno en el bolsillo ya no descubre nada salvo nuevas perspectivas de su ego. El mundo ha sido explorado e incluso en el país más recóndito hay una legión de blogueros locales destapando injusticias, ¿qué pinta usted ahí, hombre blanco?

No, igual que la ciencia, el periodismo necesita profesionalizarse para abordar la complejidad. Necesita métodos, necesita estructuras, necesita poder agrupar distintos tipos de talento en el mismo equipo, a veces de países diferentes y a veces de medios semejantes, acostumbrados hasta ahora a competir por la exclusiva. Pero bueno, también los científicos de universidades rivales tienen su ego y sus motivaciones para ser los primeros que descubran algo, sólo que han aprendido que si quieren descubrirlo realmente, no pueden hacerlo solos.

Domar nuestro ego profesional para conseguir cosas va a ser el mayor cambio de paradigma. Dejar de ir por la vida de ilustrados chupatintas dipsómanos trasnochadores y zombies de cafetera, ser percibidos como grises ingenieros.

Porque al final es lo que hacemos, construir puentes entre la ignorancia de un tema y su conocimiento, con personas y datos en lugar de hormigón, pero puentes al fin y al cabo, puentes que cada vez son más complejos y requieren centrarse cada vez más en la seguridad de los materiales, fiabilidad de las estructuras y facilidad de paso. Está bien, al final podemos poner unos remaches dorados o unas plumas de colores, en recuerdo del artista que fuimos.

Pero lo fundamental es que la gente cruce y no se despeñe.