La entrevista no es un arte, salvo cuando es el séptimo arte

Siempre me he tenido por un entrevistador no especialmente brillante. En una de mis primeras prácticas, hace 10 años, me enviaron a Carabanchel Bajo con una compañera del máster para hacer un artículo sobre las quejas de los vecinos por la reciente instalación de parquímetros. En el tiempo que yo tardé en hacer contacto visual con el primer parquímetro, ella había entrevistado ya a seis personas en esa misma calle, de distinto género, rango de edad y ocupación. Entonces, yo realmente pensaba que la capacidad de entrevistar era algo innato, que yo no la tenía y que para mi carrera resultaría un hándicap que tendría que tratar de compensar de alguna manera, como ocurre con la miopía.

Qué estúpida forma de pensar, ¿verdad?

En estos años he consultado -especialmente en mi etapa más primeriza- algunos manuales y he asistido a algún que otro taller, es decir, charla. De todos aquellos consejos, probablemente el único útil es uno que me dio un reportero de Nature:

«Si alguna vez entrevistas a un paleontólogo y no consigues sacarle nada interesante, pregúntale por el eslabón perdido».

Tampoco hay que despreciar esa noción de que las pilas de la grabadora no tienen dentro un Demonio de Maxwell haciéndolas funcionar ad aeternum. Pero la única forma de recordar esto es, precisamente, quedándote sin pilas en mitad de una entrevista y viéndote obligado a tomar notas tan frenéticamente como un médico al que le estuvieran exorcizando la mano justo encima de una receta.

En una reciente Semana de Pasión, he llegado a hacer hasta cinco entrevistas al día para cinco historias diferentes en diferentes estados de producción y para cinco medios diferentes. Realmente me sentía cerca de colapsar mentalmente y no se pueden extraer muchas lecciones de esto, salvo que los límites del colapso mental son sorprendentemente elásticos.

Lo que quiero decir con todo esto es que entrevistar a alguien no es ningún arte. Cocinar puede llegar a ser un arte, pero esto no es cocinar, esto es como ir a comprar la comida. Preparar una lista de ingredientes, pensar bien en lo que quieres conseguir y hablar al pescadero de forma que comprenda que, aunque tú no eres pescadero, conoces el producto lo suficiente como para ofenderte si te sugiere llevarte a casa esos arenques de anteayer.

Sobre entrevistas recuerdo una recomendación que, con el tiempo, ha adquirido en las redacciones rango de ley natural. Quienes no lo han leído en un manual, lo han descifrado del rictus de un redactor-jefe al decirle algo como «te enviaré la entrevista en cuanto el entrevistado le dé el visto bueno a la transcripción».

Por ejemplo, este Manual de Periodismo, de Vicente Leñero y Carlos Marín, publicado en 1986: «En el común de los casos, el periodista no debe comprometerse a mostrar al personaje la entrevista antes de ser publicada».

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¿Por qué hemos seguido perpetuando esta estúpida regla? Obviamente, a veces es imposible, por ejemplo cuando trabajas en prensa diaria o en internet, pero les diré una cosa. En periodismo de ciencia, no enviar la transcripción cuando existe una cierta duda es generalmente la antesala de una catástrofe. Porque incluso transcribiendo textualmente dentro de unas comillas lo que un científico te ha dicho, el fuego de la incompetencia alimentado por la gasolina de las prisas es capaz de reducir a cenizas el sentido de ese entrecomillado rodeándolo de malas interpretaciones.

Además, es paradójico que los periodistas nos vanagloriemos tanto con eso de Buscar La Verdad pero, en el momento crítico, pongamos por delante cosas como Preservar El Orgullo no mandando al entrevistado sus declaraciones para que les eche un ojo.

Hay otro aspecto, además. La gente cambia cuando está delante de una grabadora, a veces se vuelven tímidos, o sobreactúan. A veces dicen cosas de las que se arrepienten o podrían arrepentirse. Mucha gente en el oficio opina que lo que alguien dice delante de una grabadora no tiene vuelta atrás. ¿Es un exabrupto más verdadero que una reflexión? No lo sé, hay muchos matices. A mí también me ha pasado que alguien te diga, al mandarle el texto, «¡está todo mal, no le doy mi consentimiento a que se publique ni una sola palabra, que mi nombre no salga ahí!» y tengas que decir «mire, lo siento, esto es lo que hay», pero sí tengo claro que al menos hay que darles la oportunidad.

Otra cosa importante. Las comunicaciones por correo electrónico con los entrevistados. Siempre se minusvaloran. Lo he escuchado tantas veces, de tantos maestros de periodismo: Si es posible, presencial, si no, por teléfono. Evitar el correo electrónico, y si se hace, debe hacerse notar en el texto.

¿Por qué es esto? Por la misma razón que lo anterior. Porque en persona o por teléfono uno puede soltar una burrada, perdón, un titular, más fácilmente. Hay una cierta desconfianza de estos maestros de periodistas a la respuesta sosegada que uno hace en un e-mail, es como si nuestra misión no fuese explicar el mundo sino ponerle a los entrevistados cerillas en las uñas, preguntarles y repreguntarles y ser impertinentes hasta que suelten un «¡me cago en su reputísima madre!» que puedas poner en portada a letra tamaño 72.

Una visión ciertamente infantil de este oficio, me parece, aunque para algunas cosas -como vender- funciona. Pero de nuevo, no nos engañemos, no se busca la verdad sino el volumen.

Yo, desde luego, disfruto haciendo las entrevistas en persona. Sin duda, todos los matices, expresiones, todo está ahí. Pero por favor, que nadie desprecie el correo electrónico. En los últimos meses he tenido experiencias poco agradables con personas -o gabinetes de prensa- que no estaban contentas con cosas que había publicado, por decirlo suavemente. Me acusaron de haberles engañado, de tergiversar sus palabras, de no decirles que eso se iba a publicar, de no decirles dónde se iba a publicar, de publicar algo sin darles la oportunidad de rebatirlo, etcétera. Y en algunos casos, dijeron que me iban a denunciar.

Y créanme, no siempre sirve decir que tienes grabado aquello que has publicado, porque todas esas conversaciones telefónicas previas, todos esas explicaciones preliminares a la entrevista que haces mientras remueves el café en un céntrico hotel… todo eso son Rayos-C brillando en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Pero todos los correos electrónicos explicando específicamente qué quieres, dónde va a salir publicado, cuándo y por qué, todos esos correos pidiendo echar un vistazo a la transcripción… ah, bendita hemeroteca privada.

Aprendices y becarios

A finales de verano de 2002, poco antes de cumplir los 21 y cuando aún estudiaba para filólogo en Córdoba, comencé a hacer colaboraciones para la delegación local del ABC. Se trataba de hacer crónicas de partidos de regional preferente, principalmente siguiendo al Peñarroya, el equipo de mi pueblo.

Es una línea que nunca suelo mencionar, en parte porque mi paso posterior por ABC en Madrid -como becario, redactor por obra y colaborador desde hace años- fagocitó curricularmente este acercamiento iniciático. Pero sobre todo, porque en aquella época acabar siendo periodista se me antojaba una empresa irrealizable. Tenía esta provinciana fascinación por la prensa, claro, pero veía las redacciones como parnasos habitados por las personas que más saben y mejor escriben del país -una ensoñación juvenil que mantuve hasta que entré en ellas por mi propio pie- y qué pintaba yo ahí.

La persona que hacía estas crónicas se fue a vivir fuera y, de carambola, la oportunidad cayó en mis manos. Me pagaban 30 euros cada vez que se acordaban. Las crónicas eran muy cortas, a veces de sólo cuatro o cinco frases. A veces eran tan estrechas que no cabía la firma completa. Realmente no había espacio para florituras, para darle mi estilo o mi toque personal. Que hay que sacrificar siempre el ego del escritor en virtud del texto -no sólo el informativo- es algo que uno descubre cuando lee a Flaubert, por ejemplo, pero a decir verdad, lleva años comprenderlo y más aún aplicarlo. Este fue un buen correctivo.

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Aquel primer domingo, llegué un rato antes al campo de fútbol. Llevaba una libreta y un bolígrafo en el bolsillo. Había un señor descamisado en la puerta vendiendo las entradas y yo, avergonzado de decir que iba como reportero, acabé pagando la entrada las primeras cinco o seis veces.

Merodeé por el rectángulo de juego, terroso e inclinado en los bordes para evitar los charcos, inspeccioné la caseta de obra donde se cambiaba el trío arbitral, las escaleras de mano herrumbrosas por las que se subía a cambiar el marcador, el bar-kiosco donde lo único que se servía era agua, cerveza, cubatas, patatas fritas y la especialidad: un trozo de chorizo regado con alcohol de farmacia y prendido con mechero. Chorizo al infierno.

Antes de que el balón se pusiera en juego, ya me preocupaba no tener ni idea de los nombres de los jugadores. ¿Dónde obtiene uno esa información? Pregunté a un señor a mi lado los nombres del Peñarroya, pero sólo se sabía la mitad y ni siquiera sabía si se correspondían con los números de las camisetas. ¿Y los otros? ¿Y los rivales? Fue mi primera crisis, y duró todo el partido. ¿Con qué tipo de crónica iba a presentarme? Al acabar fui preguntando como loco a todo el mundo, y ahí conocí al otro reportero que había allí aquella mañana. Me dijo que, minutos antes del partido, un delegado siempre dejaba al tío del bar media cuartilla manuscrita con los titulares y suplentes de ambos equipos y sus números.

Aquel otro cronista escribía para el diario Córdoba, el más leído de la provincia. Se llamaba Reyes y llevaba varios años cubriendo al equipo. Hace un tiempo descubrí que había abierto un pequeño supermercado y lo de escribir era un trabajo de fin de semana, pero por aquel entonces era lo más parecido que había visto nunca a un periodista real, me infundía respeto. Le observaba sentarse en un sitio determinado de la grada de hormigón y pensaba si la experiencia le había demostrado que era el mejor sitio posible del campo. Por tanto yo buscaba el mismo sitio, pero en la parte opuesta. A veces se acercaba a mí y me preguntaba por algún detalle: «¿Ha marcado el 6 ó el 11?», «¿Cuántas amarillas ha sacado?»

En el fondo eran nimiedades a las que un lector no dedica ni medio segundo, pero emanaba del gesto un cierto compañerismo y un enternecedor intento de ser rigurosos hasta en lo más banal.

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Aunque, poco a poco, me iban dando más espacio, hubo tantas cosas que quedaron fuera de aquellas crónicas.

Un anciano poniéndole una zancadilla con el bastón a un juez de línea. Mañanas heladas en las que se escuchaban más los gritos de «¡goooool!» de los propios jugadores que los del público. Una bronca monumental en el derbi contra el Pozoblanco donde se lanzaron objetos -latas de Fanta- a jugadores rivales y guardias civiles, que resultó en una sanción que clausuró una jornada el estadio y nos obligó a todos a desplazarnos, cual tramoyistas, a Espiel, el pueblo de al lado. Un árbitro de Jaén que se apellidaba Liébanas Johnson.

Mi trabajo terminaba cuando, el domingo por la tarde, recibía la llamada de un redactor, siempre apresurado y al que nunca puse cara. Sacaba mis notas e iba dictándole el resultado, las alineaciones, los cambios, las amonestaciones o expulsiones y los goleadores. Un titular sin dobleces y un puñado de palabras, entre cuatro frases y cuatro párrafos. Al principio lo hacía con nervios, pero a mitad de temporada era capaz de hacerlo de memoria, incluso mientras conducía.

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Sabía que era un descastado que, desde los extrarradios del reporterismo, dedicaba el domingo por la mañana a hacer una contribución irrelevante al registro de la historia. Pero me sentía tan bien.

He sido un periodista becario muchas veces en mi vida -en ABC, en EFE, en SINC, en Comunicación de la Facultad de Veterinaria de Texas A&M- pero sólo aquella vez fui aprendiz de periodista. Como aprendiz aprendí realmente a practicar el oficio, en su estado más puro. Como becario aprendí a comportarme como un periodista, cómo se organizaba la gente en una redacción, cómo se llamaba por teléfono para pedir una entrevista, cómo se usaban esos programas de maquetación… cosas útiles, qué duda cabe, para el trabajo que desempeñaba. Pero más relacionadas con la piel que con el tuétano.

Por ejemplo. Una vez, como becario de Cultura en ABC, año 2006, me mandaron a la Feria del Libro a hacer una «crónica de ambiente». Fui al Parque del Retiro y regresé a las 4 horas con muchas descripciones de gente haciendo cola, testimonios de lectores sobre el calor pero apenas un par de conversaciones con escritores. ¡Inaceptable! Encima una de ellas era Almudena Grandes. ¡Doblemente inaceptable! Yo estaba avergonzado, debí haber preguntado antes de ir. ¿Pero qué ocurrió entonces? Los compañeros de la sección, benditos sean, empezaron a mirar sus agendas y me pasaron el móvil de dos o tres escritores que habían estado firmando ese día, incluido Mingote. Los llamé por teléfono, me atendieron encantados, y media hora después tenía la crónica impecable que ellos querían.

En definitiva, un becario siempre tiene esa red de seguridad. En un gran medio, las propuestas de temas o peticiones de entrevista llegan solas a la bandeja de entrada, hay un redactor jefe que le manda misiones adecuadas a su talento o a su inexperiencia, hay alguien que le aconseja, que le edita, que le perdona. O que le echa una bronca, pero luego le resuelve la papeleta.

La curva de aprendizaje del becario es irrealmente suave.

Cuando hacía crónicas de regional preferente no tenía nada de eso. Daba igual que tuviera 20 años y fuera estudiante, cuando el redactor te llamaba tenías que tener una crónica para cantarle, no había otra opción. Tenías que buscarte la vida, aprender a gestionar tus frustraciones, tejer tus redes, saber que no importaba nada que te pagaran poco o que hiciera frío o que tuvieras resaca o que fuera tu cumpleaños. Nadie me preguntó si sería capaz de hacerlo la primera vez, eso se daba por supuesto.

Todo esto no es, como quizá estén esperando, un alegato en contra de los sistemas de becarios. He aprendido mucho siendo becario, y conservo buenos amigos que antes eran mis jefes-instructores.

Todo esto es una reflexión sobre lo difícil que es adquirir ciertas habilidades, esenciales para el periodista pero refractarias a ser encorsetadas en un método académico. El olfato, la gestión de una crisis en medio de la nada, qué dar y qué esperar de un compañero, cómo detectar historias o llegar hasta personajes que están fuera del sistema mediático, que no tienen un correo electrónico o un gabinete de prensa pero tienen relatos fantásticos que nunca han contado a un periodista, como éste, éste o éste.

Ojo, si las llegué a publicar fue gracias a las habilidades, recursos y contactos que obtuve como becario. Pero si las encontré y las escribí fue, en buena medida, gracias al aprendizaje de aquel año en que hice crónicas a la intemperie.

Al final, son las historias que tienen más posibilidades de nunca jamás haber sido escritas.