Pataletas estivales

Lo llevamos repitiendo desde los inicios, aunque el mantra ha tomado tantas formas que el original se ha ido deshilachando, cambiando de aspecto y de palabras, mezclándose, transformándose y descomponiéndose en sucesivos axiomas que decían lo que el mantra original, aún sin decirlo:

Cada cosa que escribimos en internet puede, potencialmente, llegar a todo el mundo.

La cifra que habitualmente se usa son 400 millones de hispanohablantes, aunque el auge de las tecnologías de traducción puede llegar a aumentar la ambición de los escribientes hasta los pocos miles de millones de personas semi-alfabetizadas y con acceso a internet.

Este mantra domina nuestras mentes, y ha animado a millones de blogueros a escribir un primer post, ha creado y destruido emporios de la comunicación y bueno, ya saben: ahora el mundo va a oír todo lo que tenemos que decir, ¿pero qué puede uno decir que interese potencialmente a 400 millones de hispanohablantes? Toda elección descarta público, y en primer lugar, lo local descarta lo universal.

¿A qué viene soltar ahora esta obviedad? Porque es precisamente la encrucijada en que se encuentran los medios. Cada vez más gente (y yo entre ellos) cree que en internet los medios ya no hacen información sino entretenimiento. Entretenimiento serio, si les irrita menos. Quiero decir que lo que mueve a los redactores no es descubrir o explicar algo nuevo -una vez escuché a Antonio Rubio definirlo como periodismo intencional, un recurso que me gustó mucho- sino rellenar la página con contenidos que puedan potencialmente dar 400 millones de visitas. Es un decir. Y sí, ya sé que usted, que ha entrado a leerme por curiosidad, es el autor de aquel reportaje del copón que logró verter luz en una situación anómala, o su amigo, que sacó aquella serie de exclusivas que hicieron dimitir a alguien importante. Son excepciones pero en general, miren a los engranajes de lo que queda de esta industria. Básicamente, y salvo ramalazos de amor propio, rellenamos. Yo también, las dos cosas, relleno y tengo ramalazos. Sí, claro que hay matices, pero la forma de afrontar el día a día en la mayoría de los medios me lleva a pensar en nosotros como entretenedores de masas y no en detectivescos fiscalizadores de la realidad.

¿Como lo diría el otro? News is what happen when you’re busy creating content.

El reporterismo clásico, para ser útil a la sociedad, tenía que delimitar primero a ese público, ser concreto. Local, regional, nacional. No más. El redactor, por ejemplo, boliviano o hondureño, que demuestra en un reportaje la corrupción en las contratas de basuras de su ciudad está haciendo un favor a sus vecinos, ¿pero qué lectores encontrará fuera de los límites de su término municipal? Otro redactor hondureño o boliviano que descubre diez nubes que recuerdan a animales y hace una fotogalería puede darle a su medio más visitas que habitantes tiene su país. El mantra original se inflama en estos casos. Cuando hablamos de viralidad hablamos de emociones compartidas donde el mínimo común múltiplo arde y arde y arde. En esta universalidad no importa el prestigio de la firma ni la cabecera, otros dos pilares del reporterismo clásico que limitan enormemente la dispersión de la información, porque claro, un lector en España no sabe qué credibilidad darle a Guzmán Nogales o a su medio, El Noticiero de Tegucigalpa, cuando de casualidad se encuentra en Facebook un reportaje suyo.

Podemos hablar, como es costumbre en este cansino blog, de medios de comunicación obligados a re-industrializarse que se esfuerzan en repetir que el buen periodismo hay que pagarlo y buscan formas alternativas de financiación, no sé si con el mismo ahínco con que llenan de banners la pantalla de mi móvil. Pero al final la pregunta subyacente es cuánto entretenimiento podemos permitirnos hacer, cuántos millones de lectores y récords podemos batir en Comscore antes de caer en la irrelevancia absoluta para nuestros vecinos.

¡Y luego, en nuestro imparable camino hacia la universalidad, querremos cobrarles los gatos!

Pérdida de inteligencia

El otro día leí una letanía de Lucía Méndez en Cuadernos de Periodistas sobre la autocensura. Mira que me cae bien ella, y siento tomarla como ejemplo en esto, pero su artículo reúne alguna de las más habituales lamentaciones de los periodistas que vivieron la Edad Dorada y ahora miran con resignación al páramo.

Está por ejemplo ese cliché de que la precariedad de los periodistas de hoy en día nos ha hecho más dóciles ante el poder, capaces de frenar una información o modificar un titular. Y es más, al parecer ya ni el poder es necesario porque nuestra autocensura ya nos lleva a poner la venda antes que la herida.

[A este respecto, debo intervenir diciendo que en los diez años que llevo escribiendo en periódicos, me han cambiado los titulares millones de veces, desde jefes hasta compañeros e incluso hasta algún becario, que a veces tienen tanto criterio o más que los senior. Incluso sospecho que durante una excursión de escolares que una vez visitó un periódico hace años, uno de ellos al ver un titular mío en la pantalla exclamó: «¡Pero cómo!» y ni corto ni perezoso lo cambió].

Aunque no creo que se piense tal y como se dice, el hecho de equiparar independencia editorial con salarios es jodido, porque viene a decir que todos los periodistas tenemos un precio. Y al final, ¿quién es más cautivo de su sueldo y tratará más de no perderlo tocándole los huevos al poderoso, el redactor junior que gana 900€ o el veterano que gana 5.000€ y tiene ya una vida que alimentar con eso? No sigamos por ahí.

No se suele hablar en estos términos porque parece uno un Goebbels cualquiera, pero uno de los principales problemas de esta industria es el de la pérdida de inteligencia. Muchos de los amigos con los que empecé este recorrido han ido dejando el periodismo activo y ocupando puestos en otros sectores: comunicación, editoriales, enseñanza, etc. Querían ser periodistas y tenían talento y potencial para haber contribuido con creces, pero en un momento de su vida vieron, como yo veo, a sus amigos casándose, comprándose casas o coches, teniendo hijos. Tú tienes un puesto mal pagado, con pocas expectativas de progreso y donde echas muchas horas para, al final, rellenar una página web con material de segunda mano primorosamente titulado. Ni siquiera estás investigando nada relevante, no sales a la calle, así que…

¿Qué sentido tiene?

Así, poco a poco, el talento y la inteligencia de esas personas se ha ido filtrando por los sumideros de esta industria, ¿y quiénes quedamos de los que empezamos hace una década? Pobres diablos con demasiada vocación por lo nuestro o, en última instancia, gente con pasta y que puede permitírselo, como ocurría en el siglo XIX. La mayoría somos una mezcla, mucha vocación y unos padres o parejas demasiado comprensivas. Algunos viejos periodistas dicen que esto no es un oficio, sino una forma de vida. No. Eso era antes, cuando uno podía avanzar en lo personal pese a pasarse 14 horas diarias en una redacción. Pero ahora, cuando el periodismo, o ese sucedáneo que te han ofrecido en su lugar, te dificulta desarrollarte como persona, le das una patada sin problema, buscas un trabajo, te abres un blog para matar el gusanillo -que pronto abandonarás- y a otra cosa.

De nuevo, no estoy diciendo que no haya gente inteligente ahora en el periodismo, sólo qu… ¿Pero qué coño hago otra vez dando explicaciones, y a quién? ¡Si es mi puto blog!

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