Ni diez años llevo en esto y ya empiezo a repetirme. No piensen que los abuelos contadores de batallitas -siempre las mismas- salen de la nada. Como tampoco los viejos verdes, algunos de los cuales ya vislumbro entre mis amistades hasta cuatro décadas antes de su proclamación.
Hubo una época en que pensaba los artículos para el papel. Entiéndanme, las ideas en abstracto pero la textura en celulosa, con sus despieces y su columna de salida. Ya no. Ahora los pienso exclusivamente en binario, incluso las ideas de los reportajes son a veces irreconciliables con el formato analógico. Datos accesibles, gráficos interactivos, enlaces innegociables.
Hace poco leí a alguien decir que ya todos los periodistas somos digitales. Creo que lleva razón, tengan más o menos autoconsciencia. Sin embargo, seguimos arrastrando el lenguaje de una etapa anterior, no hemos roto con el pasado. Ya, es imposible romper con la tradición, pero así nos vendemos a veces para distinguirnos.
Por ejemplo, está ese pecado periodístico de repetir la misma palabra en el mismo párrafo. Suelo incurrir a menudo en él, como mis compañeros de Prodigios, editores displicentes, saben. Esta norma pudo tener sentido en el diario impreso, con columnas delgadas que denunciaban con neones un léxico pobre. Si repetías «escaño» o «concomitancia» con dos líneas de distancia, la maqueta mágicamente te lo organizaba para que lucieran una encima de otra. Hoy eso ya no sucede, pero seguimos arrastrando la norma, y en ocasiones enrevesamos la prosa, oscureciéndola a saco, sólo para cumplir con este mandamiento linotípico.
También es cierto que el papel aguantaba mejor el fárrago que la pantalla.
Hay muchos otros ejemplos: no pongas tal cosa en un titular, que el subtítulo no tenga más de tantas palabras, pon un ladillo o un despiece cada cinco o seis párrafos. Algunas normas -como la de fumigar adjetivos y adverbios hasta que sólo resistan los más fuertes- tienen sentido siempre, otras… son clichés, mitos como el de la botella de whisky en el cajón o que el mejor periodismo sale del corazón. Traten de entrevistar a un neurocirujano o analizar los PGE desde las tripas, a ver qué tal.
Necesitamos revisar las instrucciones del Mecano, algo parecido a un estándar, que guíe sin apreturas, porque tampoco estamos seguros. Algo que nos aleje de este clavo ardiendo del tuteo, el lenguaje fresco y tratar a los lectores como a un grupo de pandilleros. Aunque lo sean.
En definitiva, invisibilizar el estilo, porque en esta profesión lo peor que pueden decir de alguno de nosotros es «qué bien escribe este tío» en lugar de «qué tema tan interesante he leído». Todo lo que sea apartar la vista de nuestro trabajo para ponerla en nosotros mismos, cualquier tentación de parecer algo más que padres orgullosos de nuestro retoño textual… es un fracaso.
Pienso en un vendedor de coches de segunda mano mirándose al espejo en su lóbrego vestíbulo, creyendo haber logrado imitar al fin la infalible sonrisa del conquistador.