¿Quiere un mejor periodismo en 2017? Pues aprenda a quejarse

Este pasado año me han braseado en redes sociales tanto como a cualquiera que se dedique a esto: que si vaya titular tendencioso, que si menuda foto has elegido, qué entradilla o pie de foto más lamentable, qué vas de graciosillo, aprende a escribir gañán, a esto lo llaman periodismo, qué opinará @pedroj_ramirez de esta «noticia» de @bajoelbillete, etcétera, etcétera.

Los periodistas vivimos una época privilegiada en cuanto a la interacción con los lectores, y viceversa, porque ya todos somos un poco ambas cosas: creadores y receptores de información. Sin embargo, la capacidad de poder quejarse de las noticias no siempre las hace mejores. De hecho, casi nunca las hace mejores.

Así que, para que este nuevo año sea un poco más fructífero, he venido a decirle, lector, cómo debe quejarse de las noticias. Y sé que esto le irrita mucho porque, por lo general, los lectores digitales somos unos niñatos malcriados, pero siga conmigo un poco más y quizá comience a apreciar esa agradable sensación casi olvidada: la presión de las correas de la disciplina sobre su cintura.

Escuche bien. Así es como tiene que criticarme, a mí y a otros compañeros periodistas, a partir de ahora. La industria se está desmoronando, pero vamos a tratar de comportarnos como adultos. Se acabaron las chiquilladas.

No olvide nunca en qué terreno nos movemos

Sabe tan bien como yo que los medios en internet vivimos de los clics. Usted no paga un céntimo por leernos y, a cambio, los jefes nos miden a fin de mes en función del tráfico que hemos conseguido. Ese es el acuerdo tácito que mantiene en pie el edificio.

Cuando escribimos una noticia, tenemos muchas cosas en cuenta, la primera de ellas es que sea informativamente relevante pero el impacto en visitas que pueda tener es un factor. Si es probable que usted no la lea, es probable que yo no la escriba.

Por supuesto, más de una vez se nos va de las manos y acabamos haciendo puro clickbait, un titular que promete mucho más de lo que ofrece, pero es la consecuencia lógica de este modelo fallido.

Otra cosa que se suele ver a menudo es una derivada de lo anterior. Los medios digitales suelen publicar más de 50 noticias al día y tienen secciones dedicadas únicamente a generar mucho tráfico. Así que piense en todo esto antes de escoger la peor noticia que vea ese día en una web y tuitear escandalizado…

«NUEVO PERIODISMO»

No servirá de nada para mejorar la calidad de la prensa. Es más, cuando veo a alguien así pienso «si es un lector tan exigente, ¿por qué no está leyendo algo a su altura en Der Spiegel en lugar de andar hozando en la mierda?»

Lo que sus quejas dicen sobre usted

No crea que no he hecho los deberes pese a estar en periodo vacacional. Una vez aclarado lo anterior, hay que introducir una explicación.

Según leí en este artículo del Wall Street Journal sobre cómo quejarse de forma efectiva, los psicólogos distinguen entre dos tipos de quejas: expresivas e instrumentales. Aplicadas a las noticias, una queja expresiva sería tuitear «¡vaya mierda de reportaje te has escrito sobre las elecciones estadounidenses!» y una instrumental sería «¿no deberías incluir también el punto de vista de los votantes de Trump en este reportaje?» Más o menos.

Otra cosa que algunos estudios dicen es que hay gente que tiende más a quejarse de forma expresiva y otra, de forma instrumental. La forma de expresar las quejas, no sólo sobre las noticias, tiene que ver con la satisfacción y el bienestar que uno tiene en su vida.

En resumen, hay muchos factores detrás de una queja y no podemos controlarlos todos, pero hay una clave en la que deberíamos pensar antes de enviar una queja y es… ¿quiero cambiar las cosas y ayudar a que el periodismo sea cada vez mejor?

Si su respuesta es NO, puede cerrar esta pestaña. Si su respuesta es SÍ, aquí van unos consejos.

De qué y cómo podemos quejarnos

La figura del Ombudsman o defensor del lector es casi inexistente en el periodismo español, pero sepan una cosa, si existiera no podrían quejarse de lo que les diera la gana. O mejor dicho, sí podrían pero sólo unas cuantas quejas tienen el poder de modificar un artículo.

The Guardian, que tiene un defensor desde 1997, estipula el tipo de quejas que acepta. Las he adaptado, resumido o actualizado para elaborar una breve guía de apenas tres puntos.

En redes sociales, mencione siempre al autor de la pieza. Ni el community manager, ni el director del medio ni ninguno de los otros trabajadores o colaboradores tienen la autoridad, la capacidad o el interés de modificar una noticia errónea.

Que no esté de acuerdo no significa que esté mal. Buena parte de las críticas no son críticas a la propia pieza sino en desacuerdo a una declaración o al propio enfoque del artículo. Este tipo de quejas, que The Guardian califica como «triviales, hipotéticas, vejativas o insignificantes» suelen ser las primeras en ser descartadas, téngalo en cuenta.

Sobre qué cosas no se quejan nunca los lectores y deberían quejarse siempre. Cuando una frase o extracto sea impreciso, cuando una fuente es anonimizada sin aparente necesidad, cuando el periodista no ha ofrecido a alguien la posibilidad de responder de las acusaciones o cuando el periodista interfiere en el duelo o el dolor de una víctima.

Podrían añadirse otras, más específicas para temas espinosos como el periodismo de finanzas o judicial, pero me apartaría del objetivo de este post. Dejémoslo en tres puntos, todo sustancia, cero tontería.

Memorícelos querido lector y prepárese para hacer un favor a los medios españoles en 2017 atorrando hasta la muerte a sus plumillas mileuristas favoritos.

Si ya sabes de dónde viene la palabra ‘amateur’

Si ha caído usted aquí, seguramente habrá leído ya el artículo Los amateurs acabaron con el periodismo, publicado por Marga Zambrana en Letras Libres. E incluso la réplica de Alberto Arce en Horizontal, No fueron los amateurs quienes terminaron con el periodismo.

En resumen, la guerra de Siria y otros conflictos actuales están siendo cubiertos por freelancers infrapagados -pero de buenas familias que pueden permitirse la aventura- que escriben desde un piso en Estambul o Beirut y tiran de las mismas fuentes de WhatsApp que otros tantos cientos de periodistas en todo el mundo. El debate está en si la culpa es de ellos o de los medios de comunicación que lo permiten. Aunque ya he dejado escrito antes por ahí que la práctica del periodismo se está volviendo decimonónica y, en efecto, reservada a los vástagos de la clase alta, no venía a hablar de eso.

El tema es que hay sitios que están cubriendo muy bien conflictos como el de Siria, ofreciendo información nueva casi a diario: noticias magras, asépticas y muy diferentes a las crónicas a las que estamos acostumbrados. Sitios que los periodistas «profesionales» (¡argh!) desdeñamos a menudo porque muestran con orgullo la credencial periodismo ciudadano.

Hablo en concreto de Bellingcat, donde además se definen como «periodistas ciudadanos de investigación», una contradictio in terminis o eso pensaba yo. Han salido mucho en prensa anglosajona pero en España no he visto mucho escrito sobre ellos, fuera del blog Guerras Posmodernas de Jesús M. Pérez Triana y de este reportaje de Pablo Mediavilla publicado en Ahora.

Bellingcat fue fundado por Eliot Higgins en 2014. Cuando Higgins comenzó en 2012 a cubrir desde su blog -bajo el pseudónimo Brown Moses- la guerra siria, no era más que un administrativo de Leicester desempleado y con una hija. Como los freelancers pijos de Estambul, Higgins no hablaba una palabra de árabe, pero le apasionaban las armas y en eso se centró. A finales de 2013 el New Yorker le hizo un perfil en el que describía su típico día: daba de desayunar a su niña y luego miraba cuentas de Twitter relacionadas con la guerra. Un día vio denuncias de un posible ataque con armas químicas en la periferia de Damasco. Su siguiente parada fue YouTube, donde ya había docenas de vídeos subidos por los vecinos. Niños con convulsiones y echando espuma por la boca.

Así, recopilando material y preguntando en Facebook y Twitter, Brown Moses descubrió que Assad usaba armas químicas o bombas de racimo y que el Frente de Liberación Sirio se había hecho con munición antiaérea. Logró dar más exclusivas que nadie sobre una guerra imposible de cubrir de un modo tradicional: ha habido ya docenas de periodistas asesinados y muchos otros secuestrados, y las incursiones de la prensa al país se realizan de forma tutelada por los distintos bandos. Con Bellingcat, Higgins quiso llevar más allá el concepto Brown Moses, que ya no fuera él solo sino una red de personas las que investigaban, y ya no sólo expertos en Siria sino también en otros países o en temas como el accidente del avión MH17 en Ucrania o el escándalo del hacking telefónico en Reino Unido.

Confieso que el periodismo internacional de conflictos es de los que menos frecuento, pero si Bellingcat me interesa no es por la guerra en sí, sino por la forma en la que trabajan. En primer lugar, porque en un momento en el que los medios han renunciado a investigar porque dicen que es costoso y no pueden permitirse que los redactores salgan por el mundo, ellos han demostrado que se pueden investigar muchísimas cosas a coste cero desde un salón. ¿Por qué no hicimos eso nosotros primero? Y ahora que otros lo han hecho por nosotros, ¿por qué no les imitamos en lugar de quejarnos porque las cosas han cambiado?

A los periodistas nos encanta decir «ya no tenemos el monopolio de la verdad», pero pocos de ellos lo creen realmente. Si lo creyéramos de verdad, desde una poderosa cabecera no se culparía al revisionismo tuitero cuando un bloguero o un medio menos conocido desmienten una información suya aportando pruebas. Tenemos muy enraizada la arrogancia.

Otras cosas que me encantan de Bellingcat y de las que los periodistas ejem, profesionales deberíamos aprender.

Costó lo que costó

Higgins hizo un crowdfunding en Kickstarter y logró levantar algo más de 50.000 libras (algo menos de 60.000 euros) de 1.700 personas para poner en marcha el proyecto. Así es, en un contexto en el que necesitas millones de usuarios únicos -o mejor dicho, globos oculares- pinchando en las noticias para que un medio online gratuito sea rentable, ellos fueron en la dirección opuesta: poca gente pagando algo para no depender de los odiosos banners. Lo más interesante de esto es que, prácticamente la mitad de los donantes del crowdfunding pusieron el precio mínimo: entre 5 y 15 libras.

Funcionan con fuentes abiertas

A partir de fotos, vídeos de YouTube, tuits o publicaciones en Facebook, en Bellingcat emplean herramientas de verificación para tratar de saber si un vídeo o foto se tomó realmente en Raqqa y en esa fecha, o analizan los metadatos de un tuitero que afirma estar en Alepo para corroborar si lo está realmente. En algunos sitios aún lo llaman, jocosamente, periodismo de salón, o de Google.

Por ejemplo, la semana pasada siguieron el rastro de Anis Amri, el terrorista que mató a 12 personas e hirió a 49 en Berlín y posteriormente fue abatido en Milán, a través de sus redes sociales: encontraron por dónde se movió en los últimos meses, dónde estaba en las fotos que colgó, otros perfiles suyos de Facebook que descubrieron gracias a sus familiares, contactos suyos relacionados con el yihadismo, etc.

El open source tiene otra cosa que los periodistas, habitualmente, solemos mirar por encima del hombro, y es su falsabilidad. Todos los datos que usan en Bellingcat para dar sus noticias están en internet y son fácilmente accesibles por un administrativo en paro, tan sólo hace falta aplicar a ellos mucho tiempo y conocimiento, es decir, trabajo.

Son falsables, y por tanto, creíbles

Que los lectores sepan de dónde viene esa información es, en un momento como éste, clave. La tradición aún es que las grandes exclusivas periodísticas están en las cloacas, y hay que hacer algo sucio para salir de allí con la portada de mañana. Los lectores desconfían, y más después de trabajos sensacionales como V, Las cloacas del estado de Álvaro de Cózar, un serial donde de las alcantarillas surgen nombres de periodistas muy conocidos, que resultan estar de mierda hasta el cuello pero a día de hoy siguen escribiendo en los periódicos y apareciendo en la televisión como si tal cosa, fingiéndose inmaculados. Con Bellingcat nadie se pregunta de dónde sale esta información o quién se la habrá pasado o con qué intereses, sino que el espectador directamente arquea las cejas y se sorprende de que eso estuviera ahí, a la vista de todos y a falta de que un frikazo se pasara varias horas de su vida haciendo pantallazos a misiles en vídeos de YouTube y comparándolos con otras armas en una web de balística rusa.

Sobre este tipo de cosas se construye la credibilidad que muchos medios, con sus informes confidenciales y sus «siempre según fuentes cercanas» ya han perdido.

Volviendo al principio, este siempre va a ser un oficio de amateurs, afortunadamente. Es más, es la gente que viene de otros sectores -como el empresarial o el tecnológico- la que insufla a veces un poco de aire a este compartimento estanco. También siempre, supongo, habrá alguien dentro de la industria que diga «ese no es periodista» o «eso no es periodismo».

Soy un coñazo y me repito, pero ya les conté un día cuando yo empecé, de estudiante, haciendo crónicas de partidos de regional para el ABC de Córdoba por 30€ al mes. No llegaba ni a la categoría de aficionado y sin embargo, el chico que estaba haciendo lo mismo para el Diario Córdoba, algo mayor, más veterano y que tampoco se dedicaba profesionalmente a ser cronista, me mostró el primer día cómo ir recoger las alineaciones en el bar del estadio, donde el árbitro dejaba una copia escrita en una cuartilla.

Por este tipo de cosas, Antonio, no puedes reprochar nunca a nadie, por amateur que sea, que trate de meterse en este oficio decadente. En primer lugar porque no tienes autoridad moral, ya que tú mismo lo hiciste, en segundo porque puede enseñarte cosas que en esta casa ya no se aprenden, y en tercer lugar, porque oye, podría acabar dándote trabajo.

Siempre lo hemos hecho así

Así que Playboy ha decidido transformarse en una revista más fina, enfocada a ser lanzada sobre una silla de Mies van der Rohe en lugar de ser metida bajo el colchón con dosis cada vez mayores de acartonamiento. Dado que estoy en la franja superior de edad a la que ahora se dirigen, urbanitas de 25 a 35, con estudios y que todavía se hacen pajas, me dispongo a trazar ciertos paralelismos al respecto, siempre con línea gruesa.

Seguro que la han visto ya, pero incluyo la foto de la última portada para aumentar el tiempo de permanencia en pagina, el engagement y todas esas chorradas.

  

En primer lugar, aplaudo el salto al vacío. No más tías en bolas, ni dentro ni fuera. Si no les sale bien, se hundirán en la irrelevancia -les quedaba poco para llegar. Nunca volverán a los años 70, pero al menos han demostrado tener cierto amor propio y sangre, más allá de los cuerpos cavernosos. Conocemos de cerca cabeceras que tuvieron un pasado glorioso igual que Playboy, y que hoy caen en ventas igual que Playboy pero no han tomado aún una decisión drástica como ésta.

¿Por qué Interviú no se hace más fina en vez de buscar portadas cada vez en pantanales más infectos? ¿Por qué ningún diario deficitario ha apostado, como en EEUU, por una única edición semanal en papel con gran calidad y el resto en web? ¿Por qué aferrarnos a tradiciones absurdas como si ABC conserva o no la grapa, cuando parece más cercano el día en que veamos un ABC sin periodistas, pero aún con grapa? Etcétera. 

Aquí en España todos estamos intranquilos, pero no lo suficiente como para plantear un golpe de timón como éste de Hugh Hefner, que básicamente anula la base fundamental de su negocio, aquello por lo que era conocido, para seguir existiendo.

Playboy ha decidido que, ante la enorme oferta de tetas y coños gratis en internet, había que levantar un muro. Aquello es zafio, lo nuestro es sensual. Aquello es gratis, esto no puede serlo. Y como no puede ser gratis, no puede ser chabacano. Otras cabeceras dicen a menudo que eso que ofrecen gratis no puede ser gratis. Al final, para que lo siga siendo, se funden cada vez más con aquello de lo que querían distinguirse.

He leído también en varios sitios que es la primera portada sin desnudos de Playboy en toda su historia. Poca memoria, otro mal de nuestra prensa. Pues bueno, esta de Pamela Rawlings fue la portada del ejemplar más vendido de toda la historia, más de 7.000.000 en noviembre de 1972. Uno de cada cuatro universitarios estadounidenses la compró.

  

Podía haber puesto el ejemplo de Newsweek o el del Times Picayune de Nueva Orleans, porque van a pensar que todo esto es una excusa para hablar de tetas y no de riesgo. Demasiado tarde, supongo.

Escribir bien

Ni diez años llevo en esto y ya empiezo a repetirme. No piensen que los abuelos contadores de batallitas -siempre las mismas- salen de la nada. Como tampoco los viejos verdes, algunos de los cuales ya vislumbro entre mis amistades hasta cuatro décadas antes de su proclamación.

Hubo una época en que pensaba los artículos para el papel. Entiéndanme, las ideas en abstracto pero la textura en celulosa, con sus despieces y su columna de salida. Ya no. Ahora los pienso exclusivamente en binario, incluso las ideas de los reportajes son a veces irreconciliables con el formato analógico. Datos accesibles, gráficos interactivos, enlaces innegociables. 

Hace poco leí a alguien decir que ya todos los periodistas somos digitales. Creo que lleva razón, tengan más o menos autoconsciencia. Sin embargo, seguimos arrastrando el lenguaje de una etapa anterior, no hemos roto con el pasado. Ya, es imposible romper con la tradición, pero así nos vendemos a veces para distinguirnos.

Por ejemplo, está ese pecado periodístico de repetir la misma palabra en el mismo párrafo. Suelo incurrir a menudo en él, como mis compañeros de Prodigios, editores displicentes, saben. Esta norma pudo tener sentido en el diario impreso, con columnas delgadas que denunciaban con neones un léxico pobre. Si repetías «escaño» o «concomitancia» con dos líneas de distancia, la maqueta mágicamente te lo organizaba para que lucieran una encima de otra. Hoy eso ya no sucede, pero seguimos arrastrando la norma, y en ocasiones enrevesamos la prosa, oscureciéndola a saco, sólo para cumplir con este mandamiento linotípico.

También es cierto que el papel aguantaba mejor el fárrago que la pantalla.

Hay muchos otros ejemplos: no pongas tal cosa en un titular, que el subtítulo no tenga más de tantas palabras, pon un ladillo o un despiece cada cinco o seis párrafos. Algunas normas -como la de fumigar adjetivos y adverbios hasta que sólo resistan los más fuertes- tienen sentido siempre, otras… son clichés, mitos como el de la botella de whisky en el cajón o que el mejor periodismo sale del corazón. Traten de entrevistar a un neurocirujano o analizar los PGE desde las tripas, a ver qué tal.

Necesitamos revisar las instrucciones del Mecano, algo parecido a un estándar, que guíe sin apreturas, porque tampoco estamos seguros. Algo que nos aleje de este clavo ardiendo del tuteo, el lenguaje fresco y tratar a los lectores como a un grupo de pandilleros. Aunque lo sean.

En definitiva, invisibilizar el estilo, porque en esta profesión lo peor que pueden decir de alguno de nosotros es «qué bien escribe este tío» en lugar de «qué tema tan interesante he leído». Todo lo que sea apartar la vista de nuestro trabajo para ponerla en nosotros mismos, cualquier tentación de parecer algo más que padres orgullosos de nuestro retoño textual… es un fracaso. 

Pienso en un vendedor de coches de segunda mano mirándose al espejo en su lóbrego vestíbulo, creyendo haber logrado imitar al fin la infalible sonrisa del conquistador.

Zonas de confort

Creo que voy entendiendo algunas cosas. Nos encanta debatir, o mejor dicho, nos encanta hacer peleas de almohadas con nuestros puntos de vista. Sin apenas permeabilidad. Pero… ¿cómo lo diría? Casi nadie se mete en un debate que pueda perder.

Tengo bastantes amigos y conocidos que se dedican a profesiones creativas: escritores, guionistas, artistas, actores… y recuerdo que cuando aquel affaire de los tuits de Guillermo Zapata todos llevaban el debate al mismo terreno: los límites del humor. 

Podían haber tenido en cuenta otros factores, como la responsabilidad del que deviene representante público o cuánto hay de oral o de escrito en una red social, las consecuencias legales de un ataque de verborrea… Mil cosas, pero claro, todas ellas fuera de su zona de confort. Si te centras en los límites del humor -o más bien, en su ausencia- sólo puedes «ganar». ¿O acaso está usted en contra de la libertad de expresión?

Lo mismo ha pasado esta semana con ese niño sirio muerto boca abajo sobre la arena. Podíamos haber hablado de tantas cosas a raíz de esa imagen. Rutas, culpables, cifras, alternativas. Pero a muchos les ha saltado el resorte: publicar o no. Siempre el eterno debate. «¿Y si hubiera sido un niño español?», «¿Qué habría hecho el New York Times en nuestro lugar?» Y clichés, y odas, y guiños, y ser los garantes de la teoría, teoría, teoría de la información. De nuevo, todos huyendo hacia nuestra zona de confort, donde siempre sabemos ganar la partida. ¿O acaso está usted en contra de contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con toda su crudeza, aunque el relato sea en realidad sobre nosotros y no sobre Siria? ¿Aunque hayamos preferido quedarnos en Madrid debatiendo en lugar de mandar a alguien allí a contarnos lo que pasa en un reportaje que ya veremos si ilustramos con esa u otra foto?

Supongo que todos lo hacemos, pero claro, uno sólo puede mirar hacia afuera. Si alguna vez detectan en mí una huída hacia zonas de confort, por favor, avísenme. O mejor, traten de retenerme en la intemperie hasta que aprenda algo.

Los lectores que nos merecemos

He estado leyendo cosas bastante raras últimamente para tratar de responder a una pregunta que me ronda la cabeza desde hace tiempo: ¿Qué es un lector en la era digital? O más bien, ¿qué tiene que hacer alguien para considerarlo un lector?

No creo que lo haya logrado, pero empezaré por el principio. 

Hace unos años, el lector era aquel que, previo pago del precio del periódico, te leía en esas páginas. Había un contrato tácito: «Yo, en adelante, el periodista, me esforzaré por contarte historias razonablemente originales, bien trabajadas y que en su gran mayoría serán 100% verdad. A cambio, tú me das un euro y a cambio tienes el derecho de protestar si alguna de estas cláusulas, por tácitas que sean, se incumplen por parte del periodista. Es tu derecho como lector mío».

¿Pero cuál es ahora el contrato en internet? Para empezar, ese derecho de protesta o réplica se ha universalizado. Ya no es necesario pagar ese euro o ser suscriptor para considerarse «lector» de un medio y cualquiera puede sentirse legítimamente agraviado ante un mal artículo. Para más inri, ya que los medios ahora están obligados a buscar millones de esos no-lectores, tanto ellos como sus periodistas tomamos una actitud de casi-sumisión ante los lectores en las redes. Los community manager que llevan los medios dicen ante una crítica «siento que no le haya gustado» o «trabajaremos por mejorar», cuando realmente quieren decirle a ese desconocido «tiene usted la capacidad de comprensión de una ameba» o «vaya hombre, ya está aquí el malafollá sin amigos reales sacando punta a otro artículo».

Un momento. Antes de seguir y como percibo cierta incomodidad en usted, lector, aclararé que no digo que los medios, con su descuidada producción de noticias en masa y sus carencias técnicas o intelectuales no merezcan críticas. Claro que sí. Lo que digo es que debido a varias causas -económicas, tecnológicas y sociales- los medios tienen las manos atadas a la espalda, lo que provoca que cualquier internauta se siente moralmente autorizado para interpelarnos. ¿Ha hecho usted sus deberes antes de decirme que mi artículo es incompleto, erróneo o falaz? ¿Está usted seguro de que es intelectualmente aceptable criticar, no ya un artículo, sino un tuit? Sobre los motivos para criticar a los medios ya he escrito a menudo en este blog y lo seguiré haciendo, pero hoy, permítamelo, vamos a hablar de usted.

Hace poco, cuando salió Medicamentalia, un trabajo que nos llevó seis meses de investigación, un tuitero anónimo respondió que de dónde sacábamos esos datos, que no podía ser, que tenía que ser mentira. Por supuesto, la respuesta a todas sus preguntas estaba en el propio trabajo, pero el tipo ni siquiera había pinchado en el enlace antes de ponerse a despotricar. ¿Es eso un lector? 

Una de las cosas que se oyen a menudo en estos tiempos, tan de gurús, es que «las redes sociales mejoran el periodismo porque ofrecen al autor un feedback continuo».

Suena muy bien, hasta que uno se mete en Twitter y ve que ese feedback se centra casi sistemáticamente en gilipolleces como un pie de foto mal colocado, una errata en un titular que confunde Irán con Irún, un párrafo descontextualizado que suena grotesco, o mi favorito, que es cuando alguien, con intención de hacer mofa, coge la lista de las noticias más leídas de ABC o El Mundo y claro, todas son estupideces. ¿Pero no se dan cuenta de que esa lista no habla mal del medio, sino de los propios lectores? 

Claro, uno de los problemas aquí es que nadie tira piedras a su propio tejado. Nadie quiere arriesgarse a perder lectores insinuando que las críticas que hacen a los medios son, la mayor parte de las veces, tan superficiales, frívolas y banales como aquello que pretenden denunciar. Así que lo dejamos pasar y seguimos con esa táctica de hacer la pelota a los lectores, táctica que hemos adoptado directamente de los escritores de novelas en babosa promoción editorial: «Mis lectores me escriben la columna». «Para las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan». «Sin mis lectores ni existiría». «Gracias a mis lectores por dejarme entrar en su salón».

Tampoco los internautas parecemos dispuestos a reconocer que nos encanta esa actividad de sobrevolar la prensa a la búsqueda de un titular alevoso, una errata ortográfica o una foto que madre-mía-qué-foto. Pillamos a nuestra presa y vamos al Twitter frotándonos las manos: «Veamos, ¿qué pose le va mejor a este fallo en una gráfica: la de cínico, la de indignado o la de socarrón?» Eh, y no se nos olvide añadir el hashtag #NuevoPeriodismo.

Además, esa falta de críticas de fondo, de análisis sin sesgo, de reproches constructivos tiene una salida fácil. «Qué quieres, es que los 140 caracteres no dan para más. Ah, y se me olvidaba: ¡Sinvergüenza!» 

Lo que me trae de cabeza con todo esto es que sobre lectura digital se han publicado muchísimas cosas, si leemos más o menos que en papel, cómo afecta a nuestra memoria a corto-largo plazo, que si Google nos hace más tontos… pero no he encontrado nada que aborde la figura del lector en la era digital. ¿Somos todos lectores de todo? ¿Por qué tratamos igual a un lector potencial, incluso a uno ocasional, que a un lector fiel? ¿Y en qué momento se convierte alguien en lector fiel de un autor o de un medio en internet? ¿Merece el mismo trato por nuestra parte alguien que compra un periódico y no lo lee o alguien que lee un periódico que no ha comprado? ¿Y en digital, cuál de los dos somos nosotros, acaso los dos al mismo tiempo?

Uno de los trabajos más interesantes que he leído estos días es esta tesis holandesa de 2010: On reading in the digital age, un compendio de varias teorías al respecto. Entre ellas, me llamó la atención la de Alain Giffard, de quien nunca había oído hablar.

Su ensayo se titula Des lectures industrielles y, al contrario que otros teóricos, Giffard no cree que la llegada de internet haya degradado el proceso de leer, simplemente asume que ahora existe una nueva forma de lectura que complementa a la forma, digamos, clásica. Así, este señor distingue entre lecture d’etude, que es la que hacemos al leer un texto de forma atenta y estudiosa, y lecture d’information, que más que lectura es un proceso de escaneo después del cual el lector decide si adentrarse en un texto o descartarlo.

Probablemente en internet nos movamos continuamente entre ambas formas, entramos y salimos, escaneamos, leemos, nos retiramos y volvemos a escanear. Giffard insiste en que no hay que sobrestimar la influencia de internet. En realidad, al hojear un periódico hacemos algo muy parecido. El caso es que, según dice esta tesis, «la lectura online no es solamente una consecuencia del medio digital: la tecnología de la lectura digital era también una condición para el desarrollo de Internet». 

Ojú, no sé qué hago últimamente con este blog que siempre acabo en una espiral de recuerdos de Leonard Kleinrock.

Bueno, que uno comente un artículo, positiva o negativamente, estando en modo-escáner y no en modo-lectura es uno solo de los factores que me escama. También está la relación que adquieres con muchos de esos lectores o no-lectores, gente que en Twitter te hace retuits sistemáticamente para difundir tus artículos. Ya, no siempre se los leen, ¿pero importa realmente? 

A veces me sorprendo a mí mismo agradeciendo un RT de un artículo mío a alguien, y sospechando que realmente no lo ha leído, porque el tiempo de lectura del artículo partido del tiempo que hace que lo publiqué en Twitter es superior a uno. 

Vivimos tiempos extraños.

Pero de cualquier forma tienes que considerarlo un lector, aunque ni siquiera te lea, aunque sólo escanee el titular, la entradilla y valore la foto mientras bosteza en su oficina y desliza la mirada hacia un banner con mujeres en bikini.

Es mi lector porque él mismo se considera lector mío, cómo voy a contradecirle, y menos siendo tan amable. Como es sabido, los lectores de uno siempre descienden del Parnaso y por supuesto siempre llevan toda la razón al elogiarme.

Dos anécdotas recientes

Anécdota #1

El mes pasado entrevisté a Kees Schouhamer Immink, el ingeniero holandés que, trabajando para Philips, creó el sistema de codificación para el CD (1982), DVD (1997) y BluRay (2007). Era una de estas entrevistas concertadas para muchos medios -en mi caso para Vocento– donde periodistas de toda Europa íbamos rotando, charlábamos 15 minutos con el entrevistado y dábamos paso al siguiente.

En estos casos, cada reportero tiene su táctica para sacar al personaje de la tentación de responder con el piloto automático puesto. O al menos, debería tenerla.

Yo tengo varios recursos -que no voy a explicarles aquí- pero con Immink decidí enfocar la entrevista sobre la creatividad, ya que sinceramente creo que se requiere tanta imaginación para crear esto como para crear esto otro. Funcionó muy bien, porque a muchos ingenieros les gusta verse como artistas y no como meros mecánicos seguidores de instrucciones. Immink tiene 68 años y me dijo algo que me sorprendió: «Cuando envejeces tienes más conocimiento, más experiencia y más creatividad».

Le comenté que la percepción general es al revés, que todos somos más creativos cuando somos jóvenes, precisamente porque no tenemos miedo a equivocarnos, pero él me corrigió de nuevo. «La creatividad crece con el tiempo, porque la combino con la experiencia y ya no cometo tantos errores».

Por un lado, me fascinaba su manera de pensar. Es cierto que yo mismo, al empezar a ser periodista, tenía unas ideas sobre reportajes más atrevidas que ahora. Hice muchas de ellas -como un reportaje en 3ª persona escrito con voz de narrador- y resultaron ser un fiasco, nadie quería publicarme algo así. Ni gratis. Ahora tengo ideas locas, pero soy más selecto sobre lo que puede funcionar y lo que no, porque ya he pasado por eso. ¿Significa eso que soy menos creativo o que mi creatividad es ahora más productiva?

Por otro lado, aunque la forma de pensar de Immink era muy inspiradora, su propia biografía no se corresponde con ella.creative-2

Su gran creación, la codificación del CD, la logró con 36 años, y la del DVD a los 51. Esto se corresponde con la mayoría de los estudios que se han hecho al respecto. La gente suele ser más creativa entre los 35 y los 50, dependiendo de si florecen antes o después. Lo que está claro es que en casi todos los casos, la creatividad desciende a partir de la cincuentena, especialmente en los artistas pero también en los científicos.

Si hago toda esta reflexión es porque al escuchar a Immink uno ve una luz tan inspiradora que se ve tentado a escribir sobre la creatividad en la vejez, sacar algunos ejemplos que apoyen la teoría, como este ingeniero codificando el BluRay o la señora que pintó el cristo de Borja. Las fuerzas de la imaginación abalanzándose y torciendo el curso de la naturaleza, un mensaje positivo, quizá algún ejemplo de un novelista que con ochenta años, el hambre y el deseo saciados fue y compuso su mejor novela… Oh, venga, ¿pero a quién pretendo engañar?

Son cosas que dan mucho que pensar, pero casi nada que escribir. La creatividad también está en aprender a desecharlas.

 

Anécdota #2

Hace unos días tuve el gusto de entrevistar al científico de la computación Leonard Kleinrock, también para Vocento. Kleinrock, de 81 años, ha sido galardonado este año con un premio de la Fundación BBVA, por lo que hizo gira por España. Han aparecido entrevistas con él en muchos medios estos días.

En resumen, en el momento en que, en octubre de 1969, un muchacho llamado Charley Kline envió por primera vez información a otro ordenador que estaba a varios kilómetros (los que separan el campus de la UCLA del laboratorio informático de Stanford) a través de la red ARPA, Kleinrock estaba allí de pie junto al teclado.

Casi todos los medios hemos denominado a Kleinrock como uno de «los padres de internet», ya que puso las bases teóricas para que aquella comunicación tuviera lugar. Los padres de internet. Puede que a muchos de ustedes les molesten estas simplificaciones, aunque personalmente creo que son inevitables ya que la historia de la ciencia se acaba estratificando y lo que un día fue el invento de un ingeniero que trabajaba para Edison se acaba convirtiendo en un invento de Edison cien años después. Necesitamos relatos simples para poder aprehenderlo todo.

Bien, hecha esta digresión, el caso es que, acabada la entrevista*, tenía curiosidad y pregunté al señor Kleinrock por esto:

– Cuando pienso en la historia de internet, además de su nombre me vienen a la cabeza otros cuantos: Cerf, Berners-Lee, Roberts, Kahn… ¿pero qué otros nombres destacaría? ¿Qué personas han contribuido decisivamente cuyos nombres han sido casi olvidados?
– En primer lugar, debe tener en cuenta que hay un enorme número de personas que han contribuido al presente de internet. Se ha dejado unos cuantos grandes nombres, uno de ellos es el de Steve Crocker, que estaba al mando de mi grupo de software de UCLA, yo le puse al mando. Y junto a él estaban Vint Cerf, Jon Postel, otro nombre que quizá le suene: Charley Kline, Bill Naylor… otro nombre que debería conocer es Larry Roberts, encargado de montar toda la red de ARPA, y estaba Bob Taylor que era su jefe, estaba Frank Heart en BBN [empresa contratista del Departamento de Defensa] que dirigía el grupo que ganó el contrato para implementar el primer switch, ¡y estaba su gente! Gente como Dave Walden, Willy Crowther, hubo otros nombres que llegaron algo más tarde a escena, por ejemplo Danny Cohen, gracias al cual ahora tenemos streaming en internet, porque convenció a Vint Cerf y Bob Kahn para dividir el TCP en TCP/IP, para que pudiéramos transportar algo más en el IP en lugar de cargar tanto el TCP. Otros nombres a lo largo del camino… estaba Licklider, quien básicamente formó el grupo de investigación en ordenadores de ARPA y quien tenía una visión simbiótica del hombre y el ordenador, había alguna gente en Europa, estaba Peter Kirstein en Reino Unido, estaba… ¿cómo se llama?
– ¿Alguien en el CERN quizá?
– Eso vino mucho más tarde, ahora estoy hablando de los del principio. Lo de Tim Berners-Lee es una aplicación funcionando sobre internet, yo estoy hablando de la columna vertebral de internet. Estaba Louis Pouzin en Francia, en el CYCLADES, y mucha otra gente entre medias, como Bob Metcalfe, quien montó el Ethernet, Dave Clark, quien estaba en el MIT e hizo la primera implementación del TCP en un ordenador personal. Veamos, estaba la gente que creó la primera versión comercial de la web, como Jim Clark en Netscape, y Marc Andreesen que estaba con él… y ya nos vamos a gente mucho más reciente, es decir, los multimillonarios.
– Creo que esos ya son bastante conocidos.
– Puedo pensar en más, si quiere, mientras hablamos. ¡Oh! Paul Mockapetris, estuvo involucrado en la creación del DNS con Jon Postel. Bill Wolff y Dave Mills, en la Fundación Nacional de Ciencia. Veamos hmmm… luego estaban Larry Landweaber y Barry Leiner en los años setenta y ochenta, estaba…

Así siguió un par de minutos más. De alguna forma, la síntesis de «los padres de internet», con su simplificador trazo grueso, empieza a cobrar sentido para mí, y aún así, me sigue poniendo la piel de gallina.

Bien, creo que finalmente he llegado a esa edad en la que descubres que hay una razón fundamental por la que el hombre no ha puesto en marcha la fusión nuclear, la democracia sigue siendo imperfecta y los periódicos no están llenos de inteligencia inteligible.

Es.

Muy.

Difícil.

 

* La entrevista a Kleinrock, con respuestas mucho más interesantes que este descarte que les ofrezco, saldrá publicada el próximo 29 de julio en el suplemento Innova+ que se incluye con los diarios regionales de Vocento.

Agradecimientos

Bueno, como ha anunciado esta mañana Pedrojota -en adelante, el arrendatario- el próximo mes de agosto me incorporo a El Español.

¡Lo sé, lo sé! Qué cambio, ¿verdad? Vale, prefiero que sea el trabajo publicado quien hable por mí, pero sólo un par de apuntes al respecto.

 

Estoy muy contento de entrar a formar parte de esta redacción. Estaré rodeado de periodistas a los que respeto profesionalmente, a los que he leído desde hace tiempo, periodistas que han sacado tiempo y dinero de debajo de las piedras para sacar grandes historias. Tengo muchas ganas de trabajar junto a ellos o a sus órdenes. En definitiva, ayudar a mejorar las historias que ellos saquen y viceversa.

No voy a contar nada confidencial, pero desde la primera entrevista que tuve con ellos… miren, hablábamos todos el mismo idioma. Ellos son ambiciosos y al mismo tiempo muy conscientes del trabajo que costará. Además, me ha encantado que hasta el momento, en el blog de El Español, no hayan sacado manifiestos ni decálogos grandilocuentes sobre el periodismo que harán-haremos, sino muestras reales: reportajes, infografías, perfiles, entrevistas o incluso mini-documentales. No hablando en futuro, sino en presente. Como ven, todavía me cuesta acostumbrarme a usar la primera persona del plural. Necesito una semana en la playa para desconectar del disfraz de lobo solitario.

Sé también que aunque los mimbres sean conocidos para muchos, el medio empieza de cero y llevará un tiempo construir esa confianza casi-ciega con el lector, lograr que entren a El Español con hambre de conocimiento, pero también con la guardia lo suficientemente baja, sabiendo que el menú les alimentará sin intoxicarles. Habrá que hacerlo bien durante meses, qué digo, durante años, para construir ese vínculo que otros medios ya tienen. Y los responsables del periódico saben que el único método es trabajar más horas e intentar llegar más lejos, ser más audaces.

Es un reto descomunal, y al mismo tiempo, un regalo.

 

Lo que no sabemos

Cómo agradecer a toda la gente que durante estos años como freelance han confiado en mí, encargándome trabajos. Desde Patricia Fernández de Lis, que fue la primera en encargarme algo para Público hace 7 veranos, hasta Ramón González Ferriz que se acordó de mi para su Ahora. Como verán, desde medios que ya no existen en papel hasta medios que aún no existen en papel.

Y entre medias, Nuria Ramírez, Araceli Acosta o Jesús Calero de ABC, Pampa García Molina de SINC, Rocío Mendoza de Vocento, Ignacio Fernández Bayo de Divulga, Alfonso Armada en FronteraD, los amigos de Jot Down, los compadres de Civio… en fin, todos los que han contribuido a dar forma a mi portfolio y sin los cuales jamás, nada, nunca, ni de coña, pero qué dices.

 

Bueno, eso. Hemos venido a jugar, así que juguemos.

El papa verde oscuro

He echado un vistazo a la encíclica Laudato si’ (Alabado seas) que el papa Francisco publicó la semana pasada. Dado que no soy aficionado a este tipo de literatura, afronté la lectura con cierta ingenuidad textual pero, por supuesto, armado con otro tipo de prejuicios sobre el autor. La verdad es que me sorprendió que estuviera escrita de forma tan llana y con bastante pulcritud en lo que se refiere a datos concretos sobre el calentamiento global o el ciclo del carbono.

Dicho lo cual, me ha sorprendido un poco la falta de memoria que ha habido en el debate público sobre la encíclica. Personalmente, no soy una persona de gran memoria -salvo en el área de conocimiento inútil, como alineaciones de equipos de los años 90- y quizá por eso suelo tirar de documentación antes de ponerme a teclear.

Por un lado, están los que han encumbrado a Bergoglio como El Papa Verde y a su encíclica como un texto revolucionario al estilo Rachel Carson. Hace apenas dos años el Papa Verde era Benedicto XVI, en cuya encíclica de 2009 Caritas in veritate (Caridad en la verdad) decía cosas como:

«Hoy, las cuestiones relacionadas con el cuidado y salvaguardia del ambiente han de tener debidamente en cuenta los problemas energéticos. En efecto, el acaparamiento por parte de algunos estados, grupos de poder y empresas de recursos energéticos no renovables, es un grave obstáculo para el desarrollo de los países pobres. Éstos no tienen medios económicos ni para acceder a las fuentes energéticas no renovables ya existentes ni para financiar la búsqueda de fuentes nuevas y alternativas».
Nota: Las cursivas son de Su Santidad o de su oficina de prensa.

Y mucho antes, el Papa Verde era Juan Pablo II, que en el Día Mundial de la Paz de 1990 ya urgió a los asistentes a ver el mundo natural como una de las creaciones de Dios que valía la pena proteger. Así que la cuestión es si en el siglo XXI es ya posible tener un papa que no sea verde, si el cuidado por el medio ambiente forma ya parte de la doctrina católica tanto como la castidad.

Por otro lado, también están los que han dicho que Bergoglio debería limitarse a hablar de lo suyo. Por ejemplo Jeb Bush, pre-candidato republicano a las elecciones de 2016, dijo al New York Times: «Espero que mi sacerdote no me castigue por decir esto, pero no recibo lecciones de política económica de mis obispos o mis cardenales o mi papa», lo cual es curioso porque seguramente muchos de los que fueron a ese mitin suyo en New Hampshire han recibido alguna vez lecciones de biología evolutiva u orígenes del universo por parte de sus sacerdotes, obispos o cardenales.

En fin, a lo que iba.

El estado del Vaticano, con todas sus particularidades, es un estado soberano que forma parte de la UNFCC, la convención de la ONU que se encarga del cambio climático. Y como tal, participa en sus actos con su propia delegación y en los últimos tiempos se ha posicionado a favor de la acción política contra el cambio climático.

Sin embargo, el Vaticano no juega a este juego con las mismas reglas que los demás. Debido a que el país es un trozo de 44 hectáreas inserto en mitad de Roma, el Vaticano no estaba obligado a firmar el Protocolo de Kioto, sino acogerse al mismo como «miembro observador». Así que no lo firmó, al igual que hizo Andorra. Tampoco se acogió a la Convención para la Diversidad Biológica en 2009. Es una postura extraña, dado que además Italia, el país que lo rodea por completo, sí se acogió a ambos compromisos. Bien es cierto que en ambos casos el jefe de estado era otro. ¿Será capaz Francisco de sumar la Santa Sede al próximo tratado?

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El cardenal Paul Poupard acepta del fundador de KlimaFa un certificado de bonos de carbono. BusinessWire

Curiosamente, el Vaticano ha hecho bastantes esfuerzos por el medio ambiente en los últimos años. De hecho, sirve un poco como ejemplo en miniatura de las políticas ambientales de países mayores. En primer lugar, en 2007 anunciaron que serían el primer estado carbon-neutral del mundo. ¿Cómo? Gracias a la plantación de un bosque de 10.000 hectáreas en Hungría cuyos árboles absorberían el dióxido de carbono que el Vaticano produce en transportar al Papa, encender los radiadores o iluminar la basílica. La Santa Sede se alió con una empresa húngara llamada KlimaFa, a la que pagaría mediante bonos de carbono, un mecanismo que establecía Kioto para que los países más contaminantes compensaran a los menos contaminantes, y que la Unión Europea pensó que serían geniales para reactivar las nuevas economías del Este.

Lo que ocurrió es que, pese a que Benedicto XVI incluso autorizó al Banco Vaticano para comprar estos bonos, jamás fueron comprados porque KlimaFa no plantó un sólo árbol. De hecho, hoy klimafa.com es un dominio perdido que ofrece consejos sobre las mejores pipas de marihuana.

Fue todo una estafa -no se sabe si por incompetencia o por avaricia- y en 2010 el jefe de prensa del pontífice reconocía que estaban planteándose demandar a los impulsores de la medida por daños a su reputación. No fueron los únicos en caer en manos de especuladores de bonos de carbono, de hecho, el caso del Vaticano aparece en una serie de seis reportajes sobre el tema recogidos en el Christian Science Monitor.

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Benedicto XVI estrecha la mano de Carlos Ghosn,  presidente de Renault, al recibir su Papamóvil eléctrico en 2012. AFP

Luego llegó el boom de las renovables y el Vaticano no se quedó atrás, plantando mil placas fotovoltaicas en el tejado del auditorio Pablo VI, uno de los edificios más modernos del Vaticano, construido en los años setenta. La electricidad limpia generada da para alimentar las necesidades de ese edificio. Y poco tiempo después, con la llegada de los coches eléctricos, llegó el Papamóvil eléctrico con una campaña estupenda para Renault y su presidente, que entregó en persona a Ratzinger las llaves de su nueva Kangoo eléctrica cual presentador de un concurso.

En el fondo da la impresión de que siempre ha sido así, maniobras de relaciones públicas de unos y otros. Presentar a una institución milenaria como sensible, cercana también a los problemas del planeta, y de paso fotografiarse junto al papa: Win-win situation.

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De: Antonio Villarreal
Enviado: Lunes, 22 de junio de 2015, 11:04:22
Para: press@unfccc.int
Good morning,
My name is Antonio Villarreal and I am a Spanish science journalist. I am writing a story on Pope Francis’ encyclical on climate for a Spanish newspaper and was wondering if there are any estimates of the Holy See CO2 emissions or the Vatican footprint. I have been looking for these figures in the UNFCCC documents but haven’t seen anything on this. Are there any sources of information in which I can find these stats? Is Vatican, as an observer country for the Kyoto protocol, exempt to disclose their emission levels, or are these included with the Italian emissions?
Hope you can help, thanks a lot and have a good day. Kind regards,
Antonio
__________
De: press@unfccc.int
Enviado: Martes, 23 de junio de 2015, 13:34:23
Para: Antonio Villarreal
Dear Antonio Villarreal,
Thank you for your message. You are correct: as an observer State to the
UN Framework Convention on Climate Change, the Holy See is not obliged to
report its greenhouse gas inventory.
Regards,
UNFCCC Press Office
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No me malinterpreten. El papa es una figura muy importante para muchísimos millones de personas y es fantástico que se posicione a favor de reducir las emisiones y cuidar más el planeta. De cara a las negociaciones para Kioto 2, puede tener un efecto positivo para que los ciudadanos de muchos países de mayoría católica, como africanos y centroamericanos, presionen a sus gobiernos para llegar a acuerdos.

Pero si de verdad Francisco quiere jugar a este juego, tiene que jugar con las reglas de todos. Para empezar, dentro de su pequeñísimo ámbito, publicando las emisiones del Vaticano o la huella de carbono de sus pocos, aunque muy móviles, habitantes. Actuar y no sólo predicar al resto de países.

Creo que hay un versículo que dice algo así en la Biblia… quizá era la epístola a los corintios, o no, no, quizá en los efesios. Ya he dicho que mi memoria no es la mejor.

Amar al New Yorker por las razones equivocadas

Me compré el New Yorker en el aeropuerto, como suelo hacer casi siempre que viajo solo. Durante una época, un par de temporadas más bien, estuve suscrito, pero nuestra relación era insostenible. Cada semana llegaba al buzón, abría el sobre, acariciaba la portada, ojeaba la revista, valoraba mentalmente qué iba a leer seguro, qué me convendría leer aunque no me llamara la atención y qué no iba a leer de ninguna forma. Luego la dejaba sobre la mesilla y cuando me quería dar cuenta ya tenía otro ejemplar en el buzón y un montón de revistas antiguas junto a la lámpara en proceso de cuartearse.

Lo dejamos y un tiempo después volvimos, esta vez en modo exclusivamente digital. Daba igual, se me seguía acumulando el trabajo. No podía dedicarle el tiempo que merecía. Así que lo volvimos a dejar. Y ahora sólo tenemos estas relaciones esporádicas, aunque muy intensas.

Reconozco que había mucho de postureo en la relación, al menos al principio. No sólo equivalía a salir bajo el sobaco con la más inteligente de la clase, también con una de las más bellas. Le daba a uno un estatus.

Es verdad que no la he leído tanto como me hubiese gustado, pero al menos lo hice durante el tiempo suficiente como para crear mis propias mitologías:

Atul Gawande, casi siempre.
Philip Gourevitch o Evan Osnos, a veces sí, otras no.
Alex Ross, me gustaría presumir de leerlo pero no me sale.
John McPhee, me tatuaría sus reportajes.
David Remnick, gran reportero, editor mediano. Especialmente, comparado con alguno de sus antecesores, como Robert Gottlieb o George Plimpton.
Seymour Hersh, tan lejos en el firmamento profesional que uno ni siquiera puede aprender nada leyéndolo, ni siquiera puedes envidiarlo. Aún así, y pese a estar en la misma estantería del Parnaso, me quedo con McPhee.

Y así, en plan quinceañero.

Hemos escuchado muchísimo el nombre de la revista en estos tiempos de mesas redondas de nuevos medios. Se relaciona con el contenido de calidad que todos los nuevos (y viejos) medios prometen. Es verdad que Jot Down fue el único medio que cometió la torpeza -o la ambición- de decir su nombre en alto, y muchos de los que empezamos a escribir ahí lo hicimos con esa fantasía en mente, pero la influencia del New Yorker es patente en otros medios digitales de reciente aparición.

Pero se diga en voz alta o no, seguir los pasos de un producto así es imposible. Además es doblemente imposible si uno quiere ser The New Yorker por los motivos equivocados, si la percepción que tiene uno de la revista contiene vaguedades como «reportajes largos y bien escritos». Me encantan cuando dicen «bien escritos». La madre que los parió.

Como ejemplo de esta perniciosa mentalidad, el otro día escuché a este Pablo Echenique, el de Podemos, en un programa de televisión mañanero. Andaba desgranando esta loca idea suya de calificar a los medios según su calidad, en fin. La televisión estaba de fondo así que no presté demasiada atención hasta que una palabra suya me recorrió el espinazo: «Fact-checkers». ¿Por qué un término así, tan de nicho, acaba siendo sacado a airear por un político aspirante?

Mil veces lo he escuchado. Fact-checkers. Qué por culo damos los periodistas con The New Yorker y su mitológica sección de fact-checkers. Curiosamente, nadie menciona a Der Spiegel y sus 80 fact-checkers o a The Atlantic, que se verifica igual de concienzudamente. Pero sí, si algo no está súper-verificado, no me lo leo, a ver si me la van a dar con queso. Venga hombre.

Sepan una cosa, un fact-checker normalmente no está ahí para complacer al lectorcillo que lo lee desde su casa. Está para que los abogados de la persona o empresa o administración sobre la que se escribe no puedan crujir a la publicación. Para lo otro, para la verdad factual, basta con un periodista competente y un buen editor. Que los hay, y es un placer que te aprieten las tuercas, pero en España no abundan. Aquí tenemos más editores del tipo libélula. Más editores cabrones y menos fact-checkers es lo que hace falta. Porque, entre otras cosas, es ridículo preocuparse de que haya alguien verificando un texto y no alguien que diga: ese texto es una mierda, igual que la idea que lo inspira. Dale una vuelta. Trae más datos. Búscame otra cosa. No vuelvas a aparecer por aquí.

[Un inciso. Una de mis grandes analogías caseras es que el periodismo de calidad tiene que ser como el vodka de calidad. Triple destilación. Si un medio saca a la luz un texto sin que nadie aparte del autor lo haya leído, por mucho que ese autor se llame Macedonio Fernández, Manuel Jabois o John Steinbeck, ese medio no puede denominarse de calidad. Lo hará, pero no puede. Igual que si uno coge las mejores patatas de Finlandia y sólo las destila una vez, no tendrá un gran vodka finlandés sino un gran matarratas. Es objetivamente de mayor calidad un texto escrito por un becario lituano, griposo y que lleva dos semanas en España pero está revisado por el propio autor, por un corrector y por un editor. Triple destilación.

Y sí, este texto que tienen entre manos sólo lo ha editado un servidor, ergo califica como matarratas. Cuidado con difundirlo].

Volviendo al New Yorker. He leído en el avión a Lisboa un reportaje maravilloso de Stephen Rodrick sobre Allison Jones, una directora de ‘casting’ especializada en buscar nerds para las comedias tipo Judd Apatow o The Office. Es fantástico. El redactor la siguió durante varios días y varios castings, comió con varios de los directores que la empleaban para descubrir que ya sabía más de ella que los hombres con los que llevaba 25 años trabajando. Eso es. Me encantan esos perfiles, los que te explican una industria o una empresa por dentro, y no a través del líder sino de alguien que, pese a ser fundamental, está en la sombra. Si entrevistas a Cristiano Ronaldo no vas a obtener más que lugares comunes, si entrevistas a un limpiabotas que estuvo 25 años en el Real Madrid y se jubiló en 1991, resultará irrelevante. Pero entre ambos hay un término medio, un personaje oscuro e imprescindible, alguien que lo sabe todo. Y el New Yorker es especialmente brillante en encontrar a esos personajes.

No negaré que trato de imitar esta forma de trabajar todo lo que puedo, me vuelven loco estas historias, producirlas y consumirlas. El tema del que nadie habla nunca es de lo caro que resulta hacer un buen reportaje. Literalmente, miles de euros. Y aquí en España casi nadie paga más de 300 euros. Es decir, que para un freelance, los grandes reportajes se miden en pasta que has palmado haciéndolo.

También he leído una pieza de Jonathan Franzen sobre si el empeño por el cambio climático está dejando de lado el conservacionismo. Si han leído ‘Libertad’ sabrán que una parte del libro habla mucho de salvar especies de pájaros amenazadas. Es un artículo larguísimo y una excelente reflexión. Además, Franzen viaja a Costa Rica a hablar con Daniel Janzen, el vetusto biólogo norteamericano promotor del Área de Conservación Guanacaste. Entrevisté a Janzen y a su esposa para ABC cuando pasaron por Madrid a recoger un premio, hace ya 2 ó 3 años. Franzen pasó varios días charlando con él en su cabaña costarricense. Ese tipo de cosas son las que hacen del New Yorker el New Yorker. Pero bueno, a lo que iba. Entre las miles de palabras de este artículo de Franzen, resaltan algunas frases bastante vagas como «algunos gobiernos [¿cuáles?] dicen lo mismo que hace diez años [¿por qué diez?] sobre el cambio climático» o que «las especies de pájaros [¿cuáles?] se han adaptado bastante bien [en general] a los cambios [¿a todos?] en los últimos millones [millones] de años«. Digamos que los fact-checkers han sido bastante benévolos al mantener estas apreciaciones.

Pero eso es lo bueno de leer de cerca el New Yorker. Que uno lo desmitifica. Lo que no significa apreciarlo menos, sino mejor. Es un milagro editorial de casi un siglo de duración, pero por supuesto tiene artículos flojos o erróneos, más de los que usted piensa, así como viñetas que no tienen sentido o puñetera gracia o artículos directa y grotescamente plúmbeos.

En un reportaje de 2009, John McPhee contaba sus experiencias con el departamento de fact-checking. Hay una anécdota enternecedora con una de ellas, Sara, que empleó cinco semanas a tiempo completo para verificar una anécdota sobre un globo incendiario japonés que cayó en el tejado de un laboratorio. Pero esto no es lo común, cualquier editor normal habría borrado la anécdota y listo. Es algo excepcional que una persona hace cuando lleva años trabajando con un autor, al que respeta y que la hace sentirse importante, vital, imprescindible. Esas cosas sí que me dan envidia del New Yorker. Por eso, las revistas no deberían decir que quieren aspirar a ser el New Yorker, sino que aspiran a ser dentro de 90 años lo que el New Yorker es ahora mismo.

Y la última, también relatada por McPhee. En una ocasión, el New Yorker cometió un grave error y dio a una persona por muerta cuando en realidad estaba viva. Esta persona, que estaba en una residencia de ancianos, leyó sobre su propia muerte y escribió a la revista muy enojada solicitando una corrección, y desde la revista, obviamente, le prometieron incluir una rectificación en el próximo número. ¿Y saben qué pasó? Durante esa semana, aquella persona murió. Así, El New Yorker le colocó a sus lectores el segundo error en dos semanas.