Me compré el New Yorker en el aeropuerto, como suelo hacer casi siempre que viajo solo. Durante una época, un par de temporadas más bien, estuve suscrito, pero nuestra relación era insostenible. Cada semana llegaba al buzón, abría el sobre, acariciaba la portada, ojeaba la revista, valoraba mentalmente qué iba a leer seguro, qué me convendría leer aunque no me llamara la atención y qué no iba a leer de ninguna forma. Luego la dejaba sobre la mesilla y cuando me quería dar cuenta ya tenía otro ejemplar en el buzón y un montón de revistas antiguas junto a la lámpara en proceso de cuartearse.
Lo dejamos y un tiempo después volvimos, esta vez en modo exclusivamente digital. Daba igual, se me seguía acumulando el trabajo. No podía dedicarle el tiempo que merecía. Así que lo volvimos a dejar. Y ahora sólo tenemos estas relaciones esporádicas, aunque muy intensas.
Reconozco que había mucho de postureo en la relación, al menos al principio. No sólo equivalía a salir bajo el sobaco con la más inteligente de la clase, también con una de las más bellas. Le daba a uno un estatus.
Es verdad que no la he leído tanto como me hubiese gustado, pero al menos lo hice durante el tiempo suficiente como para crear mis propias mitologías:
Atul Gawande, casi siempre.
Philip Gourevitch o Evan Osnos, a veces sí, otras no.
Alex Ross, me gustaría presumir de leerlo pero no me sale.
John McPhee, me tatuaría sus reportajes.
David Remnick, gran reportero, editor mediano. Especialmente, comparado con alguno de sus antecesores, como Robert Gottlieb o George Plimpton.
Seymour Hersh, tan lejos en el firmamento profesional que uno ni siquiera puede aprender nada leyéndolo, ni siquiera puedes envidiarlo. Aún así, y pese a estar en la misma estantería del Parnaso, me quedo con McPhee.
Y así, en plan quinceañero.
Hemos escuchado muchísimo el nombre de la revista en estos tiempos de mesas redondas de nuevos medios. Se relaciona con el contenido de calidad que todos los nuevos (y viejos) medios prometen. Es verdad que Jot Down fue el único medio que cometió la torpeza -o la ambición- de decir su nombre en alto, y muchos de los que empezamos a escribir ahí lo hicimos con esa fantasía en mente, pero la influencia del New Yorker es patente en otros medios digitales de reciente aparición.
Pero se diga en voz alta o no, seguir los pasos de un producto así es imposible. Además es doblemente imposible si uno quiere ser The New Yorker por los motivos equivocados, si la percepción que tiene uno de la revista contiene vaguedades como «reportajes largos y bien escritos». Me encantan cuando dicen «bien escritos». La madre que los parió.
Como ejemplo de esta perniciosa mentalidad, el otro día escuché a este Pablo Echenique, el de Podemos, en un programa de televisión mañanero. Andaba desgranando esta loca idea suya de calificar a los medios según su calidad, en fin. La televisión estaba de fondo así que no presté demasiada atención hasta que una palabra suya me recorrió el espinazo: «Fact-checkers». ¿Por qué un término así, tan de nicho, acaba siendo sacado a airear por un político aspirante?
Mil veces lo he escuchado. Fact-checkers. Qué por culo damos los periodistas con The New Yorker y su mitológica sección de fact-checkers. Curiosamente, nadie menciona a Der Spiegel y sus 80 fact-checkers o a The Atlantic, que se verifica igual de concienzudamente. Pero sí, si algo no está súper-verificado, no me lo leo, a ver si me la van a dar con queso. Venga hombre.
Sepan una cosa, un fact-checker normalmente no está ahí para complacer al lectorcillo que lo lee desde su casa. Está para que los abogados de la persona o empresa o administración sobre la que se escribe no puedan crujir a la publicación. Para lo otro, para la verdad factual, basta con un periodista competente y un buen editor. Que los hay, y es un placer que te aprieten las tuercas, pero en España no abundan. Aquí tenemos más editores del tipo libélula. Más editores cabrones y menos fact-checkers es lo que hace falta. Porque, entre otras cosas, es ridículo preocuparse de que haya alguien verificando un texto y no alguien que diga: ese texto es una mierda, igual que la idea que lo inspira. Dale una vuelta. Trae más datos. Búscame otra cosa. No vuelvas a aparecer por aquí.
[Un inciso. Una de mis grandes analogías caseras es que el periodismo de calidad tiene que ser como el vodka de calidad. Triple destilación. Si un medio saca a la luz un texto sin que nadie aparte del autor lo haya leído, por mucho que ese autor se llame Macedonio Fernández, Manuel Jabois o John Steinbeck, ese medio no puede denominarse de calidad. Lo hará, pero no puede. Igual que si uno coge las mejores patatas de Finlandia y sólo las destila una vez, no tendrá un gran vodka finlandés sino un gran matarratas. Es objetivamente de mayor calidad un texto escrito por un becario lituano, griposo y que lleva dos semanas en España pero está revisado por el propio autor, por un corrector y por un editor. Triple destilación.
Y sí, este texto que tienen entre manos sólo lo ha editado un servidor, ergo califica como matarratas. Cuidado con difundirlo].
Volviendo al New Yorker. He leído en el avión a Lisboa un reportaje maravilloso de Stephen Rodrick sobre Allison Jones, una directora de ‘casting’ especializada en buscar nerds para las comedias tipo Judd Apatow o The Office. Es fantástico. El redactor la siguió durante varios días y varios castings, comió con varios de los directores que la empleaban para descubrir que ya sabía más de ella que los hombres con los que llevaba 25 años trabajando. Eso es. Me encantan esos perfiles, los que te explican una industria o una empresa por dentro, y no a través del líder sino de alguien que, pese a ser fundamental, está en la sombra. Si entrevistas a Cristiano Ronaldo no vas a obtener más que lugares comunes, si entrevistas a un limpiabotas que estuvo 25 años en el Real Madrid y se jubiló en 1991, resultará irrelevante. Pero entre ambos hay un término medio, un personaje oscuro e imprescindible, alguien que lo sabe todo. Y el New Yorker es especialmente brillante en encontrar a esos personajes.
No negaré que trato de imitar esta forma de trabajar todo lo que puedo, me vuelven loco estas historias, producirlas y consumirlas. El tema del que nadie habla nunca es de lo caro que resulta hacer un buen reportaje. Literalmente, miles de euros. Y aquí en España casi nadie paga más de 300 euros. Es decir, que para un freelance, los grandes reportajes se miden en pasta que has palmado haciéndolo.
También he leído una pieza de Jonathan Franzen sobre si el empeño por el cambio climático está dejando de lado el conservacionismo. Si han leído ‘Libertad’ sabrán que una parte del libro habla mucho de salvar especies de pájaros amenazadas. Es un artículo larguísimo y una excelente reflexión. Además, Franzen viaja a Costa Rica a hablar con Daniel Janzen, el vetusto biólogo norteamericano promotor del Área de Conservación Guanacaste. Entrevisté a Janzen y a su esposa para ABC cuando pasaron por Madrid a recoger un premio, hace ya 2 ó 3 años. Franzen pasó varios días charlando con él en su cabaña costarricense. Ese tipo de cosas son las que hacen del New Yorker el New Yorker. Pero bueno, a lo que iba. Entre las miles de palabras de este artículo de Franzen, resaltan algunas frases bastante vagas como «algunos gobiernos [¿cuáles?] dicen lo mismo que hace diez años [¿por qué diez?] sobre el cambio climático» o que «las especies de pájaros [¿cuáles?] se han adaptado bastante bien [en general] a los cambios [¿a todos?] en los últimos millones [millones] de años«. Digamos que los fact-checkers han sido bastante benévolos al mantener estas apreciaciones.
Pero eso es lo bueno de leer de cerca el New Yorker. Que uno lo desmitifica. Lo que no significa apreciarlo menos, sino mejor. Es un milagro editorial de casi un siglo de duración, pero por supuesto tiene artículos flojos o erróneos, más de los que usted piensa, así como viñetas que no tienen sentido o puñetera gracia o artículos directa y grotescamente plúmbeos.
En un reportaje de 2009, John McPhee contaba sus experiencias con el departamento de fact-checking. Hay una anécdota enternecedora con una de ellas, Sara, que empleó cinco semanas a tiempo completo para verificar una anécdota sobre un globo incendiario japonés que cayó en el tejado de un laboratorio. Pero esto no es lo común, cualquier editor normal habría borrado la anécdota y listo. Es algo excepcional que una persona hace cuando lleva años trabajando con un autor, al que respeta y que la hace sentirse importante, vital, imprescindible. Esas cosas sí que me dan envidia del New Yorker. Por eso, las revistas no deberían decir que quieren aspirar a ser el New Yorker, sino que aspiran a ser dentro de 90 años lo que el New Yorker es ahora mismo.
Y la última, también relatada por McPhee. En una ocasión, el New Yorker cometió un grave error y dio a una persona por muerta cuando en realidad estaba viva. Esta persona, que estaba en una residencia de ancianos, leyó sobre su propia muerte y escribió a la revista muy enojada solicitando una corrección, y desde la revista, obviamente, le prometieron incluir una rectificación en el próximo número. ¿Y saben qué pasó? Durante esa semana, aquella persona murió. Así, El New Yorker le colocó a sus lectores el segundo error en dos semanas.