Por poner un ejemplo inmediato. Ayer dejé hecho un reportaje sobre la carrera científica por producir semen artificial, es decir, que una persona infértil pueda, con la ayuda de células madre, tener descendencia sin recurrir a bancos de esperma. Con sus propios genes. Lo podrán leer en un par de días en El Español, pero no quería hablar de esto.
Para esta historia, además de leer una cantidad considerable de estudios y conceptos en Wikipedia para distinguir espermátida de espermagonia, contacté con unas siete personas -desde China a España pasando por Israel o Reino Unido, bendito internet- de las que finalmente acabé entrevistando a tres.
Todas ellas, reputados expertos en este campo, se prestaron a charlar con un periodista al que no conocían a cambio de nada. Y eso, básicamente, es mi día a día y el modelo de negocio de la industria de la información. Obtener algo valioso gratis y venderlo. Muy mal lo hemos tenido que hacer para que el negocio vaya mal con estos mimbres.
¿Por qué lo hacen? ¿Se imagina usted, lector en castellano de este blog, que recibe una llamada de un periodista indonesio o polaco que quiere hablar veinte minutos con usted de un trabajo que igual ni siquiera es suyo? «Soy periodista y tengo preguntas que hacerle». ¿Aceptaría? Pues eso es lo que le ocurre a docenas de personas cuando descuelgo el teléfono y les llamo a su oficina, a veces sin previo aviso porque claro, mandé un correo ayer y no me respondió. ¿Pero por qué iban a hacerlo en primer lugar?
Es un pacto tácito, el de las fuentes, que me maravilla. En los circuitos habituales de cargos públicos, notas de prensa y gabinetes estamos acostumbrados a entrar como en un Saloon y pedir zarzaparrilla, y si no nos la ponen disparamos al techo: «Se negó a contestar a las preguntas de este periódico», como diciendo… ¡Algo oculta!
Una vez escribí a un señor que era como el cronista de la villa en un pequeño pueblo de Almería. Yo estaba siguiendo la historia de un Tiziano que acabó allí antes de la Guerra Civil y por poco fue quemado en una hoguera. Bien, le conté que era periodista y que quería hacerle unas preguntas sobre el tema. El hombre se mostró aturdido por mi, o así lo interpretó él, insolencia juvenil: ¿Qué le hace pensar que puede ir por ahí preguntándole cosas a la gente?
Me dejó chafado, tenía toda la razón. ¿Quién era yo para meterme en su vida y sonsacarle información acumulada durante años de experiencia a cambio de nada? Sin contar con el riesgo de que pueda acabar retorciendo sus palabras a mi antojo y llamándolo nazi o pervertido, como suele ocurrir de vez en cuando.
Por supuesto, algunas palabras amables más tarde, acabé haciéndole las preguntas y escribiendo aquel reportaje, que quedó francamente bien. ¡Pero ojo, porque él quiso!