Cada vez más a menudo, en las entrevistas las respuestas han dejado de importar. Ahora el público se fija exclusivamente en las preguntas.
Por un lado es lógico. Los políticos o cualquier persona con un mínimo de relevancia ahora van a las entrevistas midiendo hasta la última coma. Llevan a sus asesores y a sus técnicos en comunicación, que se sientan al lado del periodista con una segunda grabadora encendida y dispuestos a interrumpir la conversación si se aleja de los parámetros pactados. Cada vez es más difícil sorprenderlos con las preguntas e incluso cuando lo conseguimos ellos vuelven al discurso encorsetado y electoralista.
«Sí, pero no era eso lo que yo le estaba preguntando».
Unos cuantos ejemplos recientes para ver cómo lo que antes era una entrevista hoy se ha convertido en otra cosa.
Por ejemplo, la que le hizo recientemente Carlos Alsina a Quim Torra en Onda Cero fue muy celebrada, y no por ninguna respuesta del presidente catalán, que se dedicó a balbucear de aquella manera sus razones sin aportar nada que no hubiera dicho antes. Fue celebrada porque su interlocutor se había preparado muy bien la forma de arrinconarlo.
Esa maniobra envolvente de Alsina le ha valido el título de mejor entrevistador de la radio española. Todo el mundo asiente cuando recuerda este fragmento de aquella entrevista a Mariano Rajoy en enero de 2018:
Rajoy: Algunos pretenden pedirle a la gente que renuncie a su condición de español y europeo, es un disparate. ¿Y sus derechos como españoles y europeos por qué tienen que perderlos? Si es que esto va contra el signo de los tiempos. Bueno, pues esto es lo que tratamos de defender nosotros.
Alsina: Pero la nacionalidad española no la perderían los ciudadanos de Cataluña.
Rajoy: Ah, no lo sé. Es decir, ¿por qué no la perderían? ¿Y la europea tampoco?
Alsina: Pues porque la ley dice que el ciudadano nacido en España no pierde la nacionalidad aunque resida en un país extranjero si manifiesta su voluntad de conservarla.
Rajoy: Pues… ¿y la europea?
Alsina: Y la europea la tienen porque tienen la nacionalidad española.
Rajoy: Me parece que estamos en una disquisición que no conduce a parte alguna. Lo que se le está obligando a la gente es a que decida si quiere ser catalán o español.
Bien, de toda la entrevista celebramos este momento en el que, simplemente, el periodista es capaz de caracolear al anterior presidente hasta conducirle a un pequeño lapsus sin demasiada trascendencia. No digo que Alsina no sea un buen entrevistador, au contraire, digo que lo que hoy el público aclama no son las grandes respuestas sino los zascas.
En esa entrevista Rajoy no declaró en antena la guerra a Cataluña ni reveló nada escalofriante sobre la financiación del PP o interinidades de su labor como presidente. En ese difícil contexto, Alsina creó un breve momento de espectáculo verdaderamente difícil de lograr estos días. ¿Pero es esto a lo que debemos aspirar ahora los periodistas, aguantar la matraca electoralista hasta aprovechar la oportunidad y forzar un fallo?
Hay ejemplos recientes mucho más dramáticos sobre en qué se ha convertido hoy este género del periodismo. Como sabrán, hace unas semanas Jordi Évole consiguió entrevistar a Nicolás Maduro.
La entrevista suscitó muchas críticas antes de su emisión debido, principalmente, a un vídeo promocional donde el sátrapa venezolano recomendaba ver Salvados. Ya no el texto, sino el paratexto.
ATENCIÓN
— Jordi Évole (@jordievole) February 1, 2019
Hemos tenido que cambiar de planes.
Este domingo, 21:25, @NicolasMaduro en Salvados.
Él os lo cuenta… pic.twitter.com/Vfurh6lh8j
Personalmente, me pareció una entrevista bastante buena. Creo que el público esperaba algo más complaciente pero Évole logró mantener una cierta tensión que incomodó a Maduro sin llegar a romper la cuerda del todo. Vale, asumo que es muy naïve por mi parte pensar que una entrevista así pueda calificarse en abstracto, como buena o mala, con todo lo que hay en juego ahora en Venezuela.
Me llamaron la atención un par de piezas publicadas a lo largo de la semana siguiente, una de Cristian Campos en El Español y otra de Arcadi Espada en El Mundo. Grosso modo, ambos pensaban que la entrevista había sido demasiado amable, incluso cómplice, con Maduro. «Pero hay una norma obligatoria: si entrevistas al asesino, debes preguntarle por sus crímenes», escribía Espada. «Las preguntas más interesantes de la entrevista son las que no le hizo el entrevistador», decía Campos.
Los traigo a colación además porque a ambos les he leído muy buenas entrevistas en el pasado, pero al leer sus argumentos no dejaba de pensar: «Si abordas así a Maduro, al minuto siguiente estás en un vuelo camino de Madrid o en el cuartelillo».
Y esto nos lleva al punto fundamental de esta reflexión. ¿Qué buscamos realmente con una entrevista? ¿Destapar las verdades del otro o reafirmar las nuestras? ¿Quiero saber qué piensa Maduro o quiero saber que Cayetana Álvarez de Toledo celebrará mañana la entrevista?
Esta misma semana, el periodista mexicano Jorge Ramos, de Univisión, se enfrentó al cacique venezolano con esa actitud beligerante que muchos exigían a Évole. Lo primero que hizo fue preguntarle si debía llamarlo «presidente» o «dictador». A continuación le mostró imágenes de venezolanos rebuscando comida en la basura.
La primera pregunta que le hice a Nicolás Maduro, escribe @jorgeramosnews, fue si debía llamarlo “presidente” o “dictador”. https://t.co/7zzWcelngh
— NYTimes en Español (@nytimeses) March 1, 2019
Valiente actitud sin duda, pero… ¿qué pensaba Ramos que iba a ocurrir? A los pocos minutos Maduro se había levantado, la entrevista se había terminado y él fue retenido con su equipo durante dos horas en el Palacio de Miraflores. Después fueron expulsados del país.
Leyendo lo que ha publicado Ramos desde entonces queda claro que su actitud fue más que deliberada. Tenía claro con qué quería volverse de Caracas y no era con una entrevista completa, sino con un susto y un aura de heroicidad. Salir de un sitio dando un portazo es algo que la prensa local o los corresponsales que llevan años contando el conflicto desde Venezuela quizá no pueden permitirse, porque al día siguiente tienen que volver a llamar por teléfono y encontrarse tanto al Gobierno como a la oposición.
Muy presuntuosamente, los periodistas pensamos a veces que si un historiador quiere comprender dentro de 50 o 100 años la sociedad tendrá que recurrir a alguno de nuestros artículos. En ese caso, ¿qué les servirá mejor a esos habitantes del mañana para entender el conflicto venezolano, la entrevista de Jordi Évole o la no-entrevista —pero sí detención y espectáculo subsiguiente— de Jorge Ramos?
Por mi propio bien profesional querría pensar que una entrevista, que por buena o mala que haya sido siempre dejará un poso más profundo para entender esta época… pero la verdad es que no lo tengo nada claro.
A veces bromeo con que el mejor entrevistador de este país es realmente Bertín Osborne. El tío le sirve dos copas de tinto en un sofá a Mariano Rajoy o a Iker Casillas —los políticos, los futbolistas y los cantantes pop son de lo más arduo que se puede uno echar a la grabadora— y logra que le suelten un titular inédito detrás de otro.
Pero como las respuestas ya no valen nada ahora en las facultades tienen como modelo las entrevistas de Ana Pastor: preguntas incisivas, ceño fruncido e invitados a la defensiva desde el minuto uno y que no sueltan un titular ni a tiros. Ella es icónica y como espectáculo televisivo es estupendo, ¿pero qué nos queda al final a los espectadores salvo una serie de negativas y clichés sobre la honradez del 99% de políticos?
De nuevo la pregunta, ¿qué buscamos en una entrevista, verdad o entretenimiento? ¿El objetivo del periodista y el de su público están alineados o son cada vez más dispares? ¿Es posible hacer entrevistas legítimas en un contexto como el actual en el que hay decenas de televisiones, radios, diarios en papel y digitales pidiendo entrevistas continuamente a seres que viven en una campaña permanente, ya sea electoral o de promoción personal?
Los periodistas nacemos libres pero luego nos volvemos mitómanos por inducción radioeléctrica. Uno de nuestros mitos es Oriana Fallaci, a la que tenemos por una entrevistadora áspera e insobornable. Pero fíjense cómo empieza su entrevista con Haile Selassie, realizada en el año 1973, y comparen con todo lo expuesto hasta ahora:
«Su Majestad, me gustaría que me contara algo sobre usted. Dígame, ¿jamás fue usted un joven desobediente? Pero tal vez debo preguntar primero si usted alguna vez tuvo tiempo de ser joven, su Majestad».
La pregunta, hemos de decir, fue fallida porque Selassie no la entendió del todo (¿cómo no voy a haber sido joven?) pero sirva como ejemplo de que Fallaci no era la impertinente tigresa que a veces prefigura su estereotipo sino un ave taimada que intentaba rodear con sigilo a su presa.
Y la presa siguió ahí, sentada delante de ella, no se levantó y siguió permitiendo una pregunta más. Cada periodista tiene su estilo y cada entrevista sus circunstancias, pero este sí que debería ser el único objetivo de un entrevistador: evitar continuamente el mayor fracaso imaginable, el de no ser nosotros quienes pongamos el punto y final a la entrevista.