Pataletas estivales

Lo llevamos repitiendo desde los inicios, aunque el mantra ha tomado tantas formas que el original se ha ido deshilachando, cambiando de aspecto y de palabras, mezclándose, transformándose y descomponiéndose en sucesivos axiomas que decían lo que el mantra original, aún sin decirlo:

Cada cosa que escribimos en internet puede, potencialmente, llegar a todo el mundo.

La cifra que habitualmente se usa son 400 millones de hispanohablantes, aunque el auge de las tecnologías de traducción puede llegar a aumentar la ambición de los escribientes hasta los pocos miles de millones de personas semi-alfabetizadas y con acceso a internet.

Este mantra domina nuestras mentes, y ha animado a millones de blogueros a escribir un primer post, ha creado y destruido emporios de la comunicación y bueno, ya saben: ahora el mundo va a oír todo lo que tenemos que decir, ¿pero qué puede uno decir que interese potencialmente a 400 millones de hispanohablantes? Toda elección descarta público, y en primer lugar, lo local descarta lo universal.

¿A qué viene soltar ahora esta obviedad? Porque es precisamente la encrucijada en que se encuentran los medios. Cada vez más gente (y yo entre ellos) cree que en internet los medios ya no hacen información sino entretenimiento. Entretenimiento serio, si les irrita menos. Quiero decir que lo que mueve a los redactores no es descubrir o explicar algo nuevo -una vez escuché a Antonio Rubio definirlo como periodismo intencional, un recurso que me gustó mucho- sino rellenar la página con contenidos que puedan potencialmente dar 400 millones de visitas. Es un decir. Y sí, ya sé que usted, que ha entrado a leerme por curiosidad, es el autor de aquel reportaje del copón que logró verter luz en una situación anómala, o su amigo, que sacó aquella serie de exclusivas que hicieron dimitir a alguien importante. Son excepciones pero en general, miren a los engranajes de lo que queda de esta industria. Básicamente, y salvo ramalazos de amor propio, rellenamos. Yo también, las dos cosas, relleno y tengo ramalazos. Sí, claro que hay matices, pero la forma de afrontar el día a día en la mayoría de los medios me lleva a pensar en nosotros como entretenedores de masas y no en detectivescos fiscalizadores de la realidad.

¿Como lo diría el otro? News is what happen when you’re busy creating content.

El reporterismo clásico, para ser útil a la sociedad, tenía que delimitar primero a ese público, ser concreto. Local, regional, nacional. No más. El redactor, por ejemplo, boliviano o hondureño, que demuestra en un reportaje la corrupción en las contratas de basuras de su ciudad está haciendo un favor a sus vecinos, ¿pero qué lectores encontrará fuera de los límites de su término municipal? Otro redactor hondureño o boliviano que descubre diez nubes que recuerdan a animales y hace una fotogalería puede darle a su medio más visitas que habitantes tiene su país. El mantra original se inflama en estos casos. Cuando hablamos de viralidad hablamos de emociones compartidas donde el mínimo común múltiplo arde y arde y arde. En esta universalidad no importa el prestigio de la firma ni la cabecera, otros dos pilares del reporterismo clásico que limitan enormemente la dispersión de la información, porque claro, un lector en España no sabe qué credibilidad darle a Guzmán Nogales o a su medio, El Noticiero de Tegucigalpa, cuando de casualidad se encuentra en Facebook un reportaje suyo.

Podemos hablar, como es costumbre en este cansino blog, de medios de comunicación obligados a re-industrializarse que se esfuerzan en repetir que el buen periodismo hay que pagarlo y buscan formas alternativas de financiación, no sé si con el mismo ahínco con que llenan de banners la pantalla de mi móvil. Pero al final la pregunta subyacente es cuánto entretenimiento podemos permitirnos hacer, cuántos millones de lectores y récords podemos batir en Comscore antes de caer en la irrelevancia absoluta para nuestros vecinos.

¡Y luego, en nuestro imparable camino hacia la universalidad, querremos cobrarles los gatos!

Pérdida de inteligencia

El otro día leí una letanía de Lucía Méndez en Cuadernos de Periodistas sobre la autocensura. Mira que me cae bien ella, y siento tomarla como ejemplo en esto, pero su artículo reúne alguna de las más habituales lamentaciones de los periodistas que vivieron la Edad Dorada y ahora miran con resignación al páramo.

Está por ejemplo ese cliché de que la precariedad de los periodistas de hoy en día nos ha hecho más dóciles ante el poder, capaces de frenar una información o modificar un titular. Y es más, al parecer ya ni el poder es necesario porque nuestra autocensura ya nos lleva a poner la venda antes que la herida.

[A este respecto, debo intervenir diciendo que en los diez años que llevo escribiendo en periódicos, me han cambiado los titulares millones de veces, desde jefes hasta compañeros e incluso hasta algún becario, que a veces tienen tanto criterio o más que los senior. Incluso sospecho que durante una excursión de escolares que una vez visitó un periódico hace años, uno de ellos al ver un titular mío en la pantalla exclamó: «¡Pero cómo!» y ni corto ni perezoso lo cambió].

Aunque no creo que se piense tal y como se dice, el hecho de equiparar independencia editorial con salarios es jodido, porque viene a decir que todos los periodistas tenemos un precio. Y al final, ¿quién es más cautivo de su sueldo y tratará más de no perderlo tocándole los huevos al poderoso, el redactor junior que gana 900€ o el veterano que gana 5.000€ y tiene ya una vida que alimentar con eso? No sigamos por ahí.

No se suele hablar en estos términos porque parece uno un Goebbels cualquiera, pero uno de los principales problemas de esta industria es el de la pérdida de inteligencia. Muchos de los amigos con los que empecé este recorrido han ido dejando el periodismo activo y ocupando puestos en otros sectores: comunicación, editoriales, enseñanza, etc. Querían ser periodistas y tenían talento y potencial para haber contribuido con creces, pero en un momento de su vida vieron, como yo veo, a sus amigos casándose, comprándose casas o coches, teniendo hijos. Tú tienes un puesto mal pagado, con pocas expectativas de progreso y donde echas muchas horas para, al final, rellenar una página web con material de segunda mano primorosamente titulado. Ni siquiera estás investigando nada relevante, no sales a la calle, así que…

¿Qué sentido tiene?

Así, poco a poco, el talento y la inteligencia de esas personas se ha ido filtrando por los sumideros de esta industria, ¿y quiénes quedamos de los que empezamos hace una década? Pobres diablos con demasiada vocación por lo nuestro o, en última instancia, gente con pasta y que puede permitírselo, como ocurría en el siglo XIX. La mayoría somos una mezcla, mucha vocación y unos padres o parejas demasiado comprensivas. Algunos viejos periodistas dicen que esto no es un oficio, sino una forma de vida. No. Eso era antes, cuando uno podía avanzar en lo personal pese a pasarse 14 horas diarias en una redacción. Pero ahora, cuando el periodismo, o ese sucedáneo que te han ofrecido en su lugar, te dificulta desarrollarte como persona, le das una patada sin problema, buscas un trabajo, te abres un blog para matar el gusanillo -que pronto abandonarás- y a otra cosa.

De nuevo, no estoy diciendo que no haya gente inteligente ahora en el periodismo, sólo qu… ¿Pero qué coño hago otra vez dando explicaciones, y a quién? ¡Si es mi puto blog!

Si la información que hago es gratis, imagínese mi opinión

He tenido esta conversación con mucha gente. Empiezan por decir «yo pagaría por las noticias si…» pero al final esta frase nunca termina. Puede que hasta yo mismo haya empezado la frase sin concluirla. Entre medias, balbuceamos cosas como «algo que no pueda encontrar en otro sitio» o «como un Netflix» o la manida «periodismo de calidad», pura fatiga discursiva, porque si sólo pagásemos por comida de calidad al final ninguna nos parecería lo suficientemente buena como para aflojar la pasta.

Blendle es una aplicación holandesa que propone un sistema original para resolver este problema. Consiste en un kiosko online donde puedes encontrar artículos de varios medios importantes (restringido de momento a los estadounidenses) y pagar sólo por el artículo que te interese leer. Los precios están entre 0,19 y 0,49 centavos de dólar. Lo llaman el iTunes de la prensa, un mercado competitivo donde los artículos que logren el éxito lo harán por sus propios méritos y no por el prestigio de la cabecera y donde en teoría, como ha ocurrido con la música, el concepto de single arrollará al viejo LP conceptual que es un periódico. Todo sonaba muy bien y esta semana la aplicación salió en beta, así que allá que fui a probarla.

blendle1

Una cosa que mola es que, aunque vendan noticias, se parece más a una aplicación tipo AirBnb, te registras con Facebook, tienes tu perfil, etc. Porque… ¿por qué tendría una web de venta de noticias que parecerse a un periódico? Aquí tienen un modelo estupendo para el comercio de artículos. Sin secciones, sin fotos y, en muchos casos, sin ni siquiera conocer el nombre del autor, mucho menos verlo sostenerse la barbilla en un recuadro en blanco y negro.

[A veces pienso en cuántas líneas de código del papel tenemos metidas aún los periodistas en el software cerebral que hemos traído a internet, ay, qué fresco veríamos el panorama sin esas interferencias. Por ejemplo, el concepto de exclusiva: guardar algo en una caja muy oscura hasta que lo sueltas. Es totalmente arcaico. Miren lo que pasa en el cine y las series; cuando una productora anuncia una nueva película o una empresa tecnológica anuncia una nueva aplicación o un nuevo gadget, te van soltando pequeños aperitivos visuales, días, semanas, meses o incluso años antes -las sagas de Star Wars, por ejemplo- para que la expectación aumente. Y lo hace. Mientras tanto, ahí estamos nosotros trabajando en el más absoluto secreto. No todos, claro. Algunos nuevos medios a los que sigo mandan a los suscriptores de su newsletter un avance de los temas en los que están trabajando. Un viejo periodista diría: «les estás dando ideas a la competencia», pero piénsenlo, si realmente están investigando algo con vocación de servicio público y quieren promoverlo, lo mejor que les puede pasar es que otros medios lo metan en sus agendas. Además, ayuda a que los lectores o suscriptores que sepan algo del tema participen. Y total, si después de todo otros medios lo sacan antes o mejor que tú, siempre puedes decir que les inspiraste. El caso es que parece una pequeña anécdota, pero es una forma totalmente distinta de trabajar, más transparente, sujeta a escrutinio y más acorde con el tipo de cosas que los periodistas andamos siempre exigiendo a los demás].

Disculpen la digresión, vuelvo con Blendle.

Te dan un crédito inicial de $2,50 para que te lo gastes en los artículos que quieras -si el artículo no te gusta, te devuelven el dinero- y luego puedes obviamente comprar más crédito. Más que secciones, lo que tienen es un filtro. Igual que en AirBnb filtras sólo las casas o la zona que te interesan, aquí lo haces con los temas que quieres que aparezcan: política, ciencia y tecnología, entrevistas, columnas de opinión… o los destacados que ellos mismos seleccionen.

blendle2

Puse un par de filtros y eché un vistazo. Sí, a priori había varias piezas que me interesaban. Leí primero una de Newsweek sobre un grupo de hackers en Berlín que ayudaban a los refugiados sirios estableciendo puntos de conexión wifi en distintos puntos de la ciudad. La verdad es que hay mogollón de revistas a las que no suelo acceder a menudo, Newsweek o The Atavist por ejemplo, y la idea de que rescaten para ti artículos a los que nunca habrías llegado es reconfortante.

Vale, y aquí viene el principal problema, o la gran revelación. ¿Por qué estoy pagando realmente, por la información o por el comisariado de información? Claramente, por lo segundo. En los correos que he recibido de Blendle se hace mucho hincapié en que internet está lleno de ruido, y que ellos, con un nutrido grupo de curators en cada una de las áreas, se levantan todas las mañanas muy temprano para seleccionar lo mejor para mis ojos lectores.

A continuación, y ya un poco escamado por esta idea, leí una entrevista a la actriz porno Stoya en The Cut, el suplemento femenino de la New York Magazine. Aquí puede verse cómo la maquetación de Blende imita tremendamente a la de las revistas clásicas. Otra vez esas líneas de código de las que hablaba antes.

stoya2

De nuevo genial, nunca habría entrado aquí y la entrevista era muy interesante. Y sí, claramente estaba pagando por que alguien lo escogiera, no por la entrevista en sí. De hecho, tras terminar de leerla busqué la entrevista en internet y estaba en abierto desde hacía dos semanas. En este blog siempre hemos dicho que el periodismo digital -pese a sus ventajas- consiste en un 99% de los casos en texto con enlaces y una foto cutre de recurso. En contraste, el papel maquetaba cada página de forma artesanal, estudiando caso por caso. Al menos así ocurría hasta ahora, donde la entrevista con Stoya aparece así de espectacular en la versión online de la revista:

stoya1Por qué tratar de imitar el feeling del papel cuando ya es posible mejorarlo en internet es material para otro post, de lo que quería hablar ahora es de que ya no se puede pagar por la información. Hay quien paga a Blende para que le seleccione lo que más le va a gustar, una tarea que antes encomendábamos a las redes sociales hasta que hicimos nuestra lista de seguidores tan homogénea que ya nadie lee apenas nada que no salga de su zona de confort, simplemente hacemos F5 cada día a esa zona de confort con información nueva. Y como Twitter o Facebook ya no me sirven para seleccionar qué cosas gratis debo leer, lo hace Blendle.

Y al final, es una pasta. Si cada artículo que leemos en internet lo pagásemos a 20 céntimos de euro, por pocos cientos de lectores que tuviéramos, los vendedores de artículos tendríamos grifería de oro y un Miró sobre el retrete del salón. Y el caso es que esos artículos que Blende ofrece ya existen gratis, basta con una búsqueda, medio segundo. Podría abrir ahora mismo otra pestaña, salir de Blendle y leerlo, pero si pago esos 20 céntimos es porque me he ahorrado justamente eso. No quiero buscar cosas buenas que leer, sólo quiero elegirlas.

Hoy en día, no puedes pedir a nadie que pague directamente un euro por leer un reportaje sobre Yemen que has escrito, pero puedes pedir muchos euros para escribir un reportaje sobre Yemen, y quien los pague sabrá que el reportaje será finalmente gratis. La gente paga, sí, pero por otros conceptos. Unos pagan su suscripción a El Diario, a 5W o a El Español, no por la información en sí, sino para que esas noticias existan, porque sí, sólo pueden existir en internet si son gratis, aunque sea dentro de ocho horas. Otros eligen a Blendle para que seleccione lo mejor de esa información gratis que circula, y pagan por ella porque, aunque sea gratis, está verificada. Ya tienen más de 26.000 suscriptores.

Puedes vender algo que te sirva para financiar esa información, pero no se paga por información como tal, no se puede, es ontológicamente imposible. Leer este post es gratis. Me ha costado mi trabajo, lo saben, pero no puedo cobrarles por ello. Es gratis. Mientras decíamos que cuesta dinero y que hay que pagarlo, lo hemos hecho todo gratis.

Es un pensamiento desasosegante y al tiempo liberador.

Ambas representan una pérdida

En las películas, cuando un objeto empieza a humear, siempre acaba explotando.

En la realidad, cuando un objeto empieza a humear luego sigue humeando un tiempo, las llamas prenden primero lo accesorio, que empieza a retroceder hasta que tras el humo solamente se aprecia ya la estructura, que acaba por derrumbarse y lentamente la pira va haciéndose brasa, luego cenizas y un día una ráfaga de aire se las lleva y el objeto se olvida.

Ambas representan una pérdida, pero cuál estamos contando.

Den una oportunidad a los gatitos

No sé si es hoy, o quizá fuera ayer, pero me viene a la cabeza el 21 de mayo de 2006 como el día en que debuté en el ABC de Madrid con una piecita inane de tres párrafos sobre un homenaje a Santa Teresa de Jesús en la Real Academia de la Historia. Recuerdo que en aquella portada salía una foto de Ronaldinho, el Barça de Rijkaard había ganado la Liga.

En aquellos días, te metías en un periódico digital en el que habías escrito un reportaje y lo veías ahí, al fondo de una sección y rodeado de teletipos sin firma. Ahora en cambio, lo pones en redes sociales y en vez de competir con despachos de agencia compites con gente quejándose de su compañía telefónica.

Antes en internet casi nadie pagaba, ahora casi nadie paga bien. Es un avance muy sustancial.

Muchos de los periodistas sénior que quedan en plantilla de los grandes medios se quejan de que el periodismo que hacen va a pasar a ser sustituido por listas bobas y fotos de gatitos, pero no se engañen, en realidad se quejan de que los echen a la calle. Si muchos pudieran mantener el statu quo y la nómina haciendo gatitos, los harían. Yo no, porque tengo una ética: soy más de perritos. Y de jirafas.

Al final, las listas bobas y los gatitos contienen la misma cantidad de periodismo que la alternativa que algunos proponen, artículos pseudoemocionales sobre experiencias en primera persona, ya sea de sus propias familias o de cómo ven el futuro del oficio. Homeopatía factual, a fin de cuentas. E igual que unos chamanes llaman a lo suyo medicina, otros llaman periodismo a sus pucheros.

Otro avance. Entre unos y otros, hemos conseguido que en diez años el sintagma «periodismo de calidad» ya no signifique nada. Es una bandera que todo el mundo lleva ya, el segmento de mercado de la palmada en el pecho sin refutación posterior está saturado. Dejemos de usar ese sintagma maldito y nos irá mejor. Show, don’t tell.

La verdadera razón de que no haya mucho más periodismo de investigación en los medios no es que sea muy caro, es que es muy vocacional.

El día que saqué mi primer artículo, y Ronaldinho estará de acuerdo, las cosas eran muy diferentes. Los medios de comunicación habían pasado por dos décadas esplendorosas de pura fiesta pero, cuando yo llegué al local, ya estaban encendiendo las luces, sonaba With or without you y apenas quedaban para beber los culillos calentorros de los benjamines de Veuve Clicquot Ponsardin.

Para quienes asistieron a la fiesta, el panorama actual es desastroso pero, en general, con respecto a hace diez años, para quienes hemos nacido y crecido en la post-fiesta, la cosa está mejorando mucho. No se lo creen, ¿verdad? Pues sí, hay menos dinosaurios, pero más pequeños mamíferos en el planeta.

Y pienso que a lo mejor, cuando hablan de gatitos, se refieren a nosotros.

Fuentes

Por poner un ejemplo inmediato. Ayer dejé hecho un reportaje sobre la carrera científica por producir semen artificial, es decir, que una persona infértil pueda, con la ayuda de células madre, tener descendencia sin recurrir a bancos de esperma. Con sus propios genes. Lo podrán leer en un par de días en El Español, pero no quería hablar de esto.

Para esta historia, además de leer una cantidad considerable de estudios y conceptos en Wikipedia para distinguir espermátida de espermagonia, contacté con unas siete personas -desde China a España pasando por Israel o Reino Unido, bendito internet- de las que finalmente acabé entrevistando a tres.

Todas ellas, reputados expertos en este campo, se prestaron a charlar con un periodista al que no conocían a cambio de nada. Y eso, básicamente, es mi día a día y el modelo de negocio de la industria de la información. Obtener algo valioso gratis y venderlo. Muy mal lo hemos tenido que hacer para que el negocio vaya mal con estos mimbres.

¿Por qué lo hacen? ¿Se imagina usted, lector en castellano de este blog, que recibe una llamada de un periodista indonesio o polaco que quiere hablar veinte minutos con usted de un trabajo que igual ni siquiera es suyo? «Soy periodista y tengo preguntas que hacerle». ¿Aceptaría? Pues eso es lo que le ocurre a docenas de personas cuando descuelgo el teléfono y les llamo a su oficina, a veces sin previo aviso porque claro, mandé un correo ayer y no me respondió. ¿Pero por qué iban a hacerlo en primer lugar?

Es un pacto tácito, el de las fuentes, que me maravilla. En los circuitos habituales de cargos públicos, notas de prensa y gabinetes estamos acostumbrados a entrar como en un Saloon y pedir zarzaparrilla, y si no nos la ponen disparamos al techo: «Se negó a contestar a las preguntas de este periódico», como diciendo… ¡Algo oculta!

Una vez escribí a un señor que era como el cronista de la villa en un pequeño pueblo de Almería. Yo estaba siguiendo la historia de un Tiziano que acabó allí antes de la Guerra Civil y por poco fue quemado en una hoguera. Bien, le conté que era periodista y que quería hacerle unas preguntas sobre el tema. El hombre se mostró aturdido por mi, o así lo interpretó él, insolencia juvenil: ¿Qué le hace pensar que puede ir por ahí preguntándole cosas a la gente?

Me dejó chafado, tenía toda la razón. ¿Quién era yo para meterme en su vida y sonsacarle información acumulada durante años de experiencia a cambio de nada? Sin contar con el riesgo de que pueda acabar retorciendo sus palabras a mi antojo y llamándolo nazi o pervertido, como suele ocurrir de vez en cuando.

Por supuesto, algunas palabras amables más tarde, acabé haciéndole las preguntas y escribiendo aquel reportaje, que quedó francamente bien. ¡Pero ojo, porque él quiso!

Obituario genérico de escritor

El escritor se ha marchado rodeado de su familia y sintiendo el calor de millones de fieles lectores, que a través de las redes sociales han expresado su consternación por la pérdida de uno de los escritores contemporáneos que mejor supo expresar los cambiantes movimientos políticos y sociales que, durante las últimas décadas, dieron forma a su país.

La relación del escritor con la literatura comenzó bien temprano. Nacido en el seno de una familia de clase media, comenzó a publicar pequeños relatos en su adolescencia. Como él mismo confirmó en diversas entrevistas, se trataba de lúdicas adaptaciones de las obras de Kafka, Yeats, Sterne o Musil que marcaron su primera niñez.

Charles-Ernest-Butler-xx-Councillor-William-Matthews-xx-Private-collection

El reconocimiento, sin embargo, no le llegaría hasta bien alcanzada la madurez, con la trilogía de novelas que -en palabras de Harold Bloom- le llevarían a desprenderse de ese melancólico principio de ansiedad que marca la influencia poética en el tramo temprano de la carrera del escritor. Aunque alejadas de la experimentación que marcó sus primeros trabajos, estos tres libros aquilataban la madurez de un escritor que supo aunar en sus páginas la erudición académica y la frescura narrativa.

Las últimas dos décadas de su vida estuvieron marcadas por los reconocimientos. Doctor Honoris Causa en varias universidades europeas y latinoamericanas, fueron muchas las voces que reclamaron insistentemente el Nobel de Literatura para el escritor, voces que la Academia Sueca desoyó año tras año. Finalmente, la negativa a incluirle entre los laureados en Estocolmo coloca al escritor, tras la hora de su muerte, junto a ese ilustre grupo de agraviados como Joyce, Borges o Cortázar.

En sus últimas entrevistas, se mostró bastante crítico con la industria editorial y la llegada de las nuevas tecnologías, capaces, dijo, de trastocar la relación ancestral de un joven lector con un veterano novelista como él. «Nunca antes, ni siquiera con el auge del nazismo y el comunismo, la realidad había corrido un riesgo similar de ser deformada por tantos», alertó en su última entrevista, concedida apenas un mes y medio antes de su fallecimiento.

Tanto en su  ciudad natal como en París, Nueva York o Viena, donde el escritor situó parte del argumento de sus obras más celebradas, sus lectores han salido a la calle para dar el último adiós a una voz que se apaga. Para muchos, la voz de la última generación que marcó el destino intelectual de Europa y el mundo.

 

 

[Este obituario está disponible bajo una licencia Creative Commons CC BY 3.0 ES, disfrútelo para rendir homenaje a un autor o autora de reciente defunción adaptando las referencias literarias (aunque sirven para el 90 por ciento de Occidente) o insertando topónimos o nombres de novelas].

Siempre lo hemos hecho así

Así que Playboy ha decidido transformarse en una revista más fina, enfocada a ser lanzada sobre una silla de Mies van der Rohe en lugar de ser metida bajo el colchón con dosis cada vez mayores de acartonamiento. Dado que estoy en la franja superior de edad a la que ahora se dirigen, urbanitas de 25 a 35, con estudios y que todavía se hacen pajas, me dispongo a trazar ciertos paralelismos al respecto, siempre con línea gruesa.

Seguro que la han visto ya, pero incluyo la foto de la última portada para aumentar el tiempo de permanencia en pagina, el engagement y todas esas chorradas.

  

En primer lugar, aplaudo el salto al vacío. No más tías en bolas, ni dentro ni fuera. Si no les sale bien, se hundirán en la irrelevancia -les quedaba poco para llegar. Nunca volverán a los años 70, pero al menos han demostrado tener cierto amor propio y sangre, más allá de los cuerpos cavernosos. Conocemos de cerca cabeceras que tuvieron un pasado glorioso igual que Playboy, y que hoy caen en ventas igual que Playboy pero no han tomado aún una decisión drástica como ésta.

¿Por qué Interviú no se hace más fina en vez de buscar portadas cada vez en pantanales más infectos? ¿Por qué ningún diario deficitario ha apostado, como en EEUU, por una única edición semanal en papel con gran calidad y el resto en web? ¿Por qué aferrarnos a tradiciones absurdas como si ABC conserva o no la grapa, cuando parece más cercano el día en que veamos un ABC sin periodistas, pero aún con grapa? Etcétera. 

Aquí en España todos estamos intranquilos, pero no lo suficiente como para plantear un golpe de timón como éste de Hugh Hefner, que básicamente anula la base fundamental de su negocio, aquello por lo que era conocido, para seguir existiendo.

Playboy ha decidido que, ante la enorme oferta de tetas y coños gratis en internet, había que levantar un muro. Aquello es zafio, lo nuestro es sensual. Aquello es gratis, esto no puede serlo. Y como no puede ser gratis, no puede ser chabacano. Otras cabeceras dicen a menudo que eso que ofrecen gratis no puede ser gratis. Al final, para que lo siga siendo, se funden cada vez más con aquello de lo que querían distinguirse.

He leído también en varios sitios que es la primera portada sin desnudos de Playboy en toda su historia. Poca memoria, otro mal de nuestra prensa. Pues bueno, esta de Pamela Rawlings fue la portada del ejemplar más vendido de toda la historia, más de 7.000.000 en noviembre de 1972. Uno de cada cuatro universitarios estadounidenses la compró.

  

Podía haber puesto el ejemplo de Newsweek o el del Times Picayune de Nueva Orleans, porque van a pensar que todo esto es una excusa para hablar de tetas y no de riesgo. Demasiado tarde, supongo.

Escribir bien

Ni diez años llevo en esto y ya empiezo a repetirme. No piensen que los abuelos contadores de batallitas -siempre las mismas- salen de la nada. Como tampoco los viejos verdes, algunos de los cuales ya vislumbro entre mis amistades hasta cuatro décadas antes de su proclamación.

Hubo una época en que pensaba los artículos para el papel. Entiéndanme, las ideas en abstracto pero la textura en celulosa, con sus despieces y su columna de salida. Ya no. Ahora los pienso exclusivamente en binario, incluso las ideas de los reportajes son a veces irreconciliables con el formato analógico. Datos accesibles, gráficos interactivos, enlaces innegociables. 

Hace poco leí a alguien decir que ya todos los periodistas somos digitales. Creo que lleva razón, tengan más o menos autoconsciencia. Sin embargo, seguimos arrastrando el lenguaje de una etapa anterior, no hemos roto con el pasado. Ya, es imposible romper con la tradición, pero así nos vendemos a veces para distinguirnos.

Por ejemplo, está ese pecado periodístico de repetir la misma palabra en el mismo párrafo. Suelo incurrir a menudo en él, como mis compañeros de Prodigios, editores displicentes, saben. Esta norma pudo tener sentido en el diario impreso, con columnas delgadas que denunciaban con neones un léxico pobre. Si repetías «escaño» o «concomitancia» con dos líneas de distancia, la maqueta mágicamente te lo organizaba para que lucieran una encima de otra. Hoy eso ya no sucede, pero seguimos arrastrando la norma, y en ocasiones enrevesamos la prosa, oscureciéndola a saco, sólo para cumplir con este mandamiento linotípico.

También es cierto que el papel aguantaba mejor el fárrago que la pantalla.

Hay muchos otros ejemplos: no pongas tal cosa en un titular, que el subtítulo no tenga más de tantas palabras, pon un ladillo o un despiece cada cinco o seis párrafos. Algunas normas -como la de fumigar adjetivos y adverbios hasta que sólo resistan los más fuertes- tienen sentido siempre, otras… son clichés, mitos como el de la botella de whisky en el cajón o que el mejor periodismo sale del corazón. Traten de entrevistar a un neurocirujano o analizar los PGE desde las tripas, a ver qué tal.

Necesitamos revisar las instrucciones del Mecano, algo parecido a un estándar, que guíe sin apreturas, porque tampoco estamos seguros. Algo que nos aleje de este clavo ardiendo del tuteo, el lenguaje fresco y tratar a los lectores como a un grupo de pandilleros. Aunque lo sean.

En definitiva, invisibilizar el estilo, porque en esta profesión lo peor que pueden decir de alguno de nosotros es «qué bien escribe este tío» en lugar de «qué tema tan interesante he leído». Todo lo que sea apartar la vista de nuestro trabajo para ponerla en nosotros mismos, cualquier tentación de parecer algo más que padres orgullosos de nuestro retoño textual… es un fracaso. 

Pienso en un vendedor de coches de segunda mano mirándose al espejo en su lóbrego vestíbulo, creyendo haber logrado imitar al fin la infalible sonrisa del conquistador.

Dos favores

La semana ha sido muy difícil.

Por un lado, logré alcanzar un pequeño hito profesional al ir a cubrir la COP21 de París. Llevo años escribiendo de cambio climático y siguiendo estos eventos en segundo plano. A tenor de los resultados, estoy más que satisfecho. Fui allí como enviado de un medio joven y me demostré muchas cosas a mí mismo. Pero no quería hablar de esto.

En mi segundo día en la cumbre, recibí un Whatsapp bastante inquietante de mi madre en relación a un amigo de la adolescencia. Tenía que contarme algo sobre él y en aquel momento ya sabía lo que era. Él era francés y, al estar yo allí, mi madre temía que pudiera enterarme por la prensa. Joder. El estómago se me fue a los pies y de repente todo lo relativo a la cumbre o al cambio climático o a mi carrera dejó de importarme.

Nos conocimos con 15 años, los dos con la cara llena de granos. Nos intercambiábamos los veranos, uno lo pasábamos en su casa al sur de Francia y el siguiente él en Córdoba. Ninguno de los dos hablábamos entonces de querer ser periodistas y sin embargo los dos acabamos siéndolo, él tras estudiar Ciencias Políticas y yo tras hacer Filología Inglesa, él se especializó en rugby y yo en ciencia. Había cierto paralelismo entre nuestras vidas, aunque no eran líneas rectas. Más bien, le veía como alguien muy parecido a mí, más o menos los mismos objetivos vitales, pero con las reverberaciones del destino propias de haber nacido en otro país. A través de postales o actualizaciones de Facebook ambos mirábamos con el rabillo de ojo la vida del otro.

Cuando mi madre me lo contó entré en ese periodo de no aceptación. Traté de centrarme en acabar el reportaje que estaba escribiendo, traté de evitar cualquier relajación, no distraerme de la misión que me había impuesto para no pensar. A veces, algunos compañeros españoles venían a decirme cualquier cosa, que si el borrador del acuerdo había salido o si la ministra nos había reunido a tal hora para valorarlo. Asentía, pero me daba igual. Sólo quería volver a la pantalla y al texto a medio escribir. Si me levantaba a por café o al baño, la dichosa frase que empezaba con su nombre y acababa con su muerte se me metía en la cabeza, y yo intentaba rechazarla. Tuve que meterme entre dos taquillas para llamar a un par de seres queridos, que le conocieron, y poder desahogarme con ellos.

Iba con su mujer, que tuvo suerte aunque aún está grave, y sedada. Fue un accidente múltiple al sur de Francia. Cinco coches y ellos las únicas víctimas. La vida es tan cruel. No quería ni pensar en… bueno, en todo lo demás. En sus padres o sus hermanos pequeños, que hace años casi eran los míos.

La última vez que le vi fue en su boda, hace tres veranos. Una ceremonia maravillosa al sur de Francia, en una casa de campo en el pueblo de ella, una tarde que mi mente conserva en tonos pastel. Mientras volvía en el tren de Le Bourget vinieron a la mente memorias que creía olvidadas, recuerdos de adolescencia. Él y yo nadando cientos de metros en el Mediterráneo -ahora me parece increíble que pudiera hacerlo- o tirados en la alfombra de su cuarto, escuchando discos de Radiohead o Silverchair. Nos fuimos viendo menos conforme nuestras vidas de adulto se fueron complicando, pero estuvo ahí en unos años trascendentales, aquellos en los que se forma la personalidad.

Sé que no es el tono de esta bitácora. Si les estoy contando todo esto es, primero, por terapia, para ordenar un poco los pensamientos de estos días tan convulsos. Después, porque tras aquel día devastador y los siguientes, ahora creo que tengo una imagen suya que quiero conservar. Sé que un día me despertaré y ya no conservaré estos recuerdos espoleados por el duelo y la impotencia, y aquí quiero dejarlos. No revelo su nombre porque detesto la idea de que alguien haga ahora una especie de incursión necrófila en Google para ver qué aspecto tenía o qué escribía. Yo mismo, con mi natural curiosidad, no soy capaz de buscar nada de información y mucho menos mirar en sus redes sociales.

Por último, quiero pedirles dos favores.

Su madre envió un correo, lacónico, solemne. Buf. Imagínense. En resumen, decía que nada de flores, que si queríamos tener un detalle mejor hiciésemos una donación en su memoria a Reporteros Sin Fronteras. Si desean ustedes hacerla, en memoria de mi amigo o de cualquier persona que hayan perdido recientemente, periodista o no, sepan que se lo agradeceré desde el punto más cercano al alma. Quizá podamos ayudar a que algún otro reportero, en cualquier lugar del mundo, pase la Navidad junto a su familia.

Este favor es opcional, el que quiero que sí cumplan, estimados lectores -fieles o esporádicos- es el de tener mucho cuidado con el coche estos próximos días. Sólo quedan dos semanas de 2015 y este año ya hemos sufrido bastante.

No sé si volveré a escribir en unos días, así que aprovecho para desear un feliz fin de año. Cuídense todos.

El CV ha muerto, menos mal

Estuve esta semana en Salamanca, donde me invitaron a dar una conferencia sobre qué hacemos en la sección de Prodigios. Como suele pasar en estas charlas, el público apenas pregunta nada. Yo era igual como estudiante, casi podía verme a mí mismo allí sentado, bostezando mientras me escuchaba. Tras la charla, uno de los asistentes, que intenta abrirse camino en el mundo del periodismo freelance, me preguntó, o más bien supuso, que debía haber un montón de gente mandándonos propuestas de temas para escribir en nuestra sección.

Algunos sí, claro. Pero tampoco son tantos. Sospecho que, sin embargo, la directora de RRHH de El Español debe recibir docenas de currículums. Mi consejo para él fue el mismo que yo empleé para entrar a trabajar en este periódico: mandar trabajos publicados (más tarde, propuestas de historias) y en última instancia, siempre como complemento, un enlace a mi página web con el historial biográfico y laboral.

El currículum está muerto, sobre todo en periodismo. Ya puedes mandarlo en un sobre lacrado, urgente, certificado y con acuse de recibo a cada redacción del país que no te servirá de nada. ¿Por qué? Muy sencillo. En estos últimos años, los grandes medios de comunicación han usado a los jóvenes periodistas como kleenex, para poder irse de vacaciones o cubrir bajas. La progresión profesional es imposible, quedarse es una quimera por muy buenas referencias que ofrezca de ti un redactor jefe. Cuando, después de dos o tres meses, te dan la patada en un periódico, tele o radio, abren otra puerta y allí hay una fila de recién licenciados sonrientes. Pase el siguiente.

Así, España hoy está poblada de cientos de periodistas de menos de 30 años que tienen en su currículum una línea o más en El País, El Mundo, ABC, EFE, Europa Press, La Razón, RNE, Onda Cero, COPE, Antena 3, Telecinco, etcétera, etcétera. Yo mismo, en apenas tres años, pasé por ABC, EFE, colaboré en Europa Press, publiqué una vez en El Periódico… todo estancias, becas, concursos o sustituciones por obra. En los años 90, poner en tu currículum que habías trabajado en El País podía garantizarte un trabajo en otro sitio. Ahora ya no significa absolutamente nada, más allá de que has formado parte de esta enorme picadora de vocaciones.

Laboralmente, haber pasado meses en un medio de primera línea se ha devaluado tanto que sirve para lo mismo que una licenciatura en Humanidades. En muchos casos, el proceso de selección para entrar a trabajar en uno de estos sitios es, para un recién licenciado, casi inexistente, porque los únicos requisitos son ser barato y no hacer ruido al marcharse. Por supuesto, una beca de verano en un medio puede ser una gran experiencia personal. Pero en su currículum, jóvenes, ya no vale nada.

Y eso, creo yo, está bien.

Porque al final, si alguien te escribe con una propuesta de reportaje maravillosa, en la que ha identificado lo que se ha publicado antes sobre el tema, con quién puede hablar dentro y fuera de España, cómo puede sorprender a nuestros lectores… al final esa buena idea es una especie de resumen, selecto, de todo lo que has hecho antes con tu vida. No necesitas saber si tiene el Cambridge Advanced o aprendió inglés poniendo birras en Dublín, sólo si conoce o puede entrevistar a un científico extranjero que le va a dar un enfoque diferente de un tema. Y sobre todo, detectas que alguien así se ha metido a ser periodista para disfrutar del trabajo.

Recuerdo cuando, terminada mi beca iniciática en la sección de Cultura de ABC, me quedé en paro por primera vez. Esto debió ser sobre 2006. La Asociación de la Prensa había abierto una bolsa de empleo y fui a dejarles mi ridículo historial laboral. Mientras la secretaria me hacía esperar, eché un vistazo a la torre de folios que tenía sobre la mesa. El primero de todos los currículos, de un chico, tenía dos líneas para decir que había acabado la carrera. El resto eran referencias de periodistas de diferentes medios con los que, obviamente, no había trabajado. Nombres y teléfonos.

Seguramente su padre era periodista, pero el hijo no lo iba a ser en la vida. Al menos, funcionalmente hablando.

Por eso -aunque nunca pregunten nada- me gusta ver a universitarios crear revistas, blogs colaborativos o fanzines. Seguramente querrán acabar publicando en un gran medio -porque al final, la vanidad es inherente a este oficio- pero antes quieren disfrutar de esto, equivocarse mucho antes de tener lectores que se den cuenta de sus carencias, aprender a escribir menos pretencioso y con más magro que grasa. Quieren pretender.