Lo posible

Llega ese momento en toda tragedia contemporánea en el que un tuitero le dice a un tío con el barro hasta los sobacos cómo sujetar la pala. Durante días ha ido enfermando de actualidad, alternando momentos de cabreo con los políticos con euforia tras un rescate; su pupila ha ido absorbiendo conocimientos efímeros sobre ingeniería civil, procesos convectivos y legislación de emergencia a través de hilos prémium y vídeos borrosos de TikTok, en un momento dado no puede contenerse más y acaba opinándole encima al otro. Ya estamos ahí.

Manejar la incertidumbre

No dejo de ver, aquí y allá, la palabra evitable. Si la AEMET hubiese avisado antes, o de otra manera, si el presidente de la Generalitat no hubiese borrado ese tuit, si las empresas hubieran pedido a sus trabajadores que no salieran de casa, si hubiera habido un grado menos en la superficie del Mediterráneo… lo que sea antes de aceptar que, si un millón de pequeñas cosas tuvieron que haberse alineado para evitar la tragedia, era muy difícil esperar otro desenlace.

Es normal en nuestra especie, puede que incluso sea uno de los secretos de nuestro éxito adaptativo, pero se nos da muy mal manejar la incertidumbre. Aún hoy, varios días después de las lluvias torrenciales, la panorámica general es que tuvo que haber algún fallo, una causa para esta devastadora consecuencia. La gota fría tuvo que encontrar un resquicio por donde colarse y sembrar la destrucción. Lo contrario sería aceptar que vivimos en un planeta regido por fuerzas que se mueven a una escala mucho mayor que la humana y cuya complejidad nos resulta inaprensible, de ahí la imposibilidad de predecirlo el 100% de las veces.

Es imposible saber cuántas muertes nos habría ahorrado que todo hubiese estado en orden. Aún así, alguien habría decidido el martes ir a su trabajo en Chiva o Paiporta por temor a su jefe, porque necesitaba el dinero, porque no podía soportar quedarse en casa o porque había quedado con alguien a la salida. Nadie cierra la puerta de casa pensando si será la última vez.

Siempre me sorprende quien, aún recuperándose del estupor de la noticia inicial, es capaz de buscar con los ojos al enemigo mucho antes que a la víctima. Las reacciones, en este sentido, han sido desoladoras, te das cuenta de que no queda un solo ámbito en el que esa narrativa podrida no prospere.

Pronto emergieron los de «España, estado fallido» y los que se decían incrédulos de ver imágenes así «en la 14ª economía mundial», que no deja de ser una mezcla de todo lo anterior: incapacidad de aceptar que no siempre tenemos el control de lo que sucede y una forma más taimada de ajustar cuentas con quienes gobiernan. Sólo un par de semanas antes de esta DANA, en Estados Unidos —la 1ª economía mundial si nos regimos por el PIB— tuvieron que enterrar a más de 240 personas por el huracán Helene. Un país que, además, sabe de sobra lo que es padecer desastres naturales: nueve huracanes de categoría 5 desde el Katrina. Helene ni siquiera llegó a esta categoría, y aún así arrasó varios estados.

El mayor número de víctimas (119) se produjo, por cierto, en Carolina del Norte, que no era el lugar donde las previsiones ponían el foco, ni donde más fuerte sopló el viento ni donde más lluvia cayó. Quiero decir que toda catástrofe de este tipo está gobernada por la incertidumbre.

Hace un tiempo entrevisté a David Spiegelhalter, un estadístico británico que tiene un libro muy interesante sobre el tema. Él descomponía la incertidumbre en oportunidad, ignorancia, riesgo y suerte. Son las cuatro notas de la música del azar. Cuando sucede algo tan horroroso como lo de la gota fría nos esforzamos en pensar «¿qué podríamos haber hecho distinto?», pero da lo mismo. Hubo gente que siguió su intuición, se subió a la terraza y sobrevivió; otra gente hizo lo mismo y falleció. En muchos casos ni siquiera hubo capacidad de decidir, la crecida les pilló en el coche y nunca lograron salir.

Individualmente, las historias son insoportables. Qué impotencia. Y sin embargo, es la única forma en la que podemos procesar esto, musitando «qué horror, qué horror», porque en su conjunto, un evento tan multifactorial, en sus causas y sus consecuencias, es inabordable. Por mucho que queramos, no logramos acertar a emitir una idea nueva que pueda resultar útil para la próxima vez, que podría ser en dos semanas o dentro de otra generación.

Con respecto a la atribución de las culpas, podemos escarbar hasta el infinito. Lo fácil es mirar a Mazón, ese hombre al que hoy todo el mundo quiere ver dimitir para poner en su lugar a otro personaje equivalente pero aún sin manchas en su Wikipedia. En tiempos de paz, Mazón podría haber tenido una carrera política de un par de legislaturas como presidente autonómico antes de saltar a algún ministerio o secretaría de estado. Pero la catástrofe le ha pasado por encima y ahora está ahí, oculto tras un chaleco rojo de protección civil, como un Zelenski de Hacendado.

Pero antes que él hay una tonelada de informes, sobre obras hidrológicas que pudieron hacerse en la rambla del Poyo y nunca se hicieron, sobre cambios en el uso del suelo en todo el Levante español que comenzaron hace décadas, pérdidas generalizadas de cubierta vegetal para proteger al sector hortofrutícola, construcción de viviendas en zonas potencialmente inundables… y aún así, sigue flotando esa idea de que era posible amortiguar la violencia con la que el agua cayó del cielo el martes 29 de octubre.

Da igual incendio incontrolado, terremoto o inundación, siempre que pasa algo así se repiten ciertos patrones. Esa sensación inicial de irrealidad, un caos que ocupa el lugar que en otras condiciones cederíamos al luto, gobernantes mirándose entre ellos con ojos bovinos, la inauguración de un efímero territorio sin ley, para lo mejor y para lo peor.

En Valencia, como en Nueva Orleans o en Venezuela, hay saqueos tras un desastre natural. No solo de alimentos, de lo que sea. Es comprensible cuando, para tanta gente, la vida se acabó el pasado martes por la noche: perdieron su casa, el trabajo en la empresa por la que llevaban años madrugando y perdiendo el sueño, a su familia, a sus amigos, el bar donde se reunían cada tarde, el centro comercial, todo desaparecido bajo la riada… ¿qué les queda ahora, sino vagar entre sollozos por un paisaje apocalíptico con el barro hasta las rodillas?

¿Por qué? Ni siquiera debe ser sencillo explicártelo a ti mismo.

Meteorología como ciencia social

Hay una corriente de académicos, que alcanza hasta Naciones Unidas, que insiste en que los desastres naturales no existen. Conocía esa visión de que en un mundo inhabitado —o incluso habitado por seres no pensantes— un terremoto, una erupción volcánica o un huracán serían simplemente fenómenos naturales, producto localizado de los múltiples ciclos que se producen a escala planetaria. El término «desastre» procede únicamente de su interacción con nosotros.

Sin embargo, esta nueva corriente de pensamiento añade una nueva capa de confusión.

La idea de fondo es, como dice aquí Dominic Royé, que «los desastres provocados por los riesgos naturales son siempre el resultado de las acciones y las decisiones humanas». Para discrepar radicalmente de esta idea me basta con pensar en L’Aquila, que dejó 300 víctimas cuya única acción fue existir en el lugar que alojó el epicentro de un terremoto de escala 6,3 un fatídico día de 2009.

Sí, está la acción humana de haber colocado una ciudad precisamente ahí, en una zona de presunta actividad sísmica. De nuevo, es una forma de sacudirse la inevitabilidad de las catástrofes naturales, porque si observamos un mapa del riesgo sísmico en Europa, veremos que los lugares con más riesgo son aquellos donde ya ha habido un evento y con consecuencias graves, tanto en pérdidas humanas como materiales. Es decir, no es un mapa del futuro —que es lo que sugiere la palabra riesgo— sino del pasado. Porque el futuro, en sismología, no existe.

En meteorología sí, pero apenas abarca unos pocos días. La AEMET bastante tiene con intentar acertar qué puede pasar en los próximos cinco o siete. Para saber qué puede ocurrir en los próximos años, está la ciencia del clima.

Otro de los grandes mentados esta última semana: «Ha sido el cambio climático», ya está, caso cerrado.

Nada más lejos de la realidad. Por un lado, todo apunta a que en el futuro habrá más ramblas —aunque hoy en día usamos el término como sinónimo de la avenida cementada, en realidad la rambla es el torrente causado por fuertes precipitaciones de carácter ocasional— y serán más intensas [PDF] de lo que habrían sido con un clima pre-industrial, es decir, sin esa aportación de CO2 de carácter antropogénico.

Pero por el otro lado, lo que ha sucedido en Valencia es un fenómeno puramente meteorológico —los ingleses las llaman flash floods o ephemeral streams— que la parte oriental de la Península Ibérica lleva padeciendo desde hace milenios. Supongamos que el cambio climático hubiera hecho que esta última gota fría sea más violenta en un determinado porcentaje (un 12% o 31% o 56%, pongan el que quieran) o ha alterado algún valor crítico, ¿significa eso que sin su contribución nos habríamos librado del todo? ¿Habría sido una DANA como la que azotó la Vega Baja de Murcia en 2019 dejando seis muertos? ¿O, de nuevo, un evento tan inusual como los de 1957 o 1982? Nadie tiene la respuesta a esto.

No obstante, el asunto del cambio climático en relación con lo que ha pasado en Valencia me interesa mucho por dos motivos que no son los obvios.

Primero, porque detecto un auge del escepticismo —no tanto negacionismo— en todo lo que tiene que ver con el clima, puramente alimentado por la guerra cultural. Llevo muchos años cubriendo estos asuntos y recuerdo perfectamente cuando el informe Stern y todas esas cosas, la gente creía tácitamente en el cambio climático o, al menos, se fiaba de lo que les dijeran. Hoy cada vez me encuentro a más gente que no es que nieguen el fenómeno, pero sí su trascendencia. Todo esto, de alguna forma, puede haber alimentado la relajación ante las señales de alerta. No tengo pruebas más allá de ese famoso tuit del físico de la AEMET Juan Jesús González Alemán que advirtió de la severidad del temporal y fue ridiculizado por —literalmente— cuatro indocumentados, pero es algo que flota en el ambiente. También es posible lo contrario, que sea más responsabilidad de los altavoces del mainstream después de muchos años de titulares alarmistas, avisando de que el Ártico iba a quedarse sin hielo marino. En cualquier caso, el sustrato existe, y se ha unido, más recientemente, a un recelo creciente contra la autoridad que emana de la ciencia.

El siniestro papel de las aseguradoras

Luego está el tema del dinero. Ahora mismo es imposible calcular cuántos miles de millones va a costar reconstruir todo lo que la DANA se ha llevado por delante en Valencia, Albacete, Cádiz, etcétera. Pero por supuesto, llegará un momento en que se sepa porque corresponderá a los peritos de las aseguradoras valorar los daños y pagar a través del Consorcio de Compensación de Seguros.

Como cada vez el cambio climático está más presente en este tipo de escenarios trágicos, mucha de la ciencia que se ha realizado en este ámbito la han hecho también las aseguradoras. Por ejemplo, la compañía alemana Munich Re tiene una base de datos de análisis y evaluación de pérdidas provocadas por desastres naturales desde 1980. No es por interés filantrópico, hacen negocio con esos datos.

Y como ellos tienen los datos, son la fuente detrás de muchos papers científicos que analizan la evolución del coste de los desastres a lo largo del tiempo.

No me ha sorprendido ver en este río revuelto a Bjørn Lomborg —un tipo con tanta labia como agenda oculta que suele asomar la cabeza en los medios justo antes de las cumbres del clima para soltar su mantra: el cambio climático existe, pero no es urgente combatirlo— asegurando que, pese a la tragedia en Valencia, las muertes y los costes asociados a las inundaciones en Europa estaban en declive desde hace un siglo. Sin embargo, la industria de las aseguradoras asegura que los precios de los seguros por desastres naturales van en aumento. Es un triángulo perverso, pero tampoco es evitable.

Gente cualquiera en una situación extraordinaria

Hace unas semanas estuve en La Palma, haciendo un reportaje sobre el tercer aniversario de la erupción del volcán Tajogaite. Los focos se habían apartado de allí hace tiempo, los periodistas ya solo nos acercamos en los aniversarios. Varias decenas de personas cuyas casas se perdieron bajo la lava seguían viviendo en una especie de contenedores de transporte marítimo o en cabañas de madera prefabricadas. No fue una solución de urgencia, de hecho, tuvieron que esperar un año para ser ubicados ahí.

Recuerdo también Nueva Orleans, cuatro o cinco años después del Katrina. Subí a un autobús turístico que iba por los barrios devastados por el huracán. Las casas seguían con las X y los códigos numéricos que les hicieron en la fachada con un spray, para indicar si ahí vivía alguien, si había cadáveres, etcétera.

Siempre me repito que no hay que ser demasiado cabrón con un político por no saber estar a la altura de un momento de crisis extraordinario. Muchas de las decisiones que tomarán solo pueden ser malas, pero además serán juzgados eternamente como lo hacemos con quienes gestionaron la pandemia en marzo de 2020, con los ojos del presente.

Lo importante en un político no es qué hace o dice en una crisis, sino qué pasa después. Y ahora mismo, observando los patrones de tragedias pasadas, me resulta imposible no pensar en que Valencia, dentro de tres o cuatro años, tendrá zonas a las que nadie volvió, donde el barro se hizo costra y luego silencio. Este dinero se acabará, los políticos se entretendrán con otra cosa y muchos valencianos nunca recuperarán su hogar ni su barrio. Ojalá me equivoque, pero no lo haré. Como en La Palma, hablamos de una catástrofe natural en un país donde Pedro Sánchez es el presidente y, por tanto, la agenda política se mueve bajo la brújula de lo efectista y lo cortoplacista. Es imposible hacer dos veces una sopa con los mismos ingredientes y que sepa diferente.

Es una lástima, porque realmente es la única parte de la historia cuyo curso podemos cambiar y hay elementos alentadores. Las olas de solidaridad suelen actuar como la sombra de un rascacielos, cuanto mayor es la altura del drama, más se proyecta esta respuesta. Pero no dejan de ser sombras, y cuando el sol cambia, se desvanecen.

Fallido o no, el estado es siempre un diplodocus lleno de achaques. Estas iniciativas ciudadanas serían los mamíferos, moviéndose rápido con cuatro bellotas encima y penetrando en los recovecos que más lo necesitan. No solo están dándole al dinosaurio un tiempo precioso para organizarse y entrar en escena, no solo están siendo la única fuente de agua potable, comida e higiene, sino la esperanza para miles de personas hundidas en el pozo del desarraigo. Si el país está en algún lado, es ahí.

Deme un titular

Cada vez más a menudo, en las entrevistas las respuestas han dejado de importar. Ahora el público se fija exclusivamente en las preguntas.

Por un lado es lógico. Los políticos o cualquier persona con un mínimo de relevancia ahora van a las entrevistas midiendo hasta la última coma. Llevan a sus asesores y a sus técnicos en comunicación, que se sientan al lado del periodista con una segunda grabadora encendida y dispuestos a interrumpir la conversación si se aleja de los parámetros pactados. Cada vez es más difícil sorprenderlos con las preguntas e incluso cuando lo conseguimos ellos vuelven al discurso encorsetado y electoralista.

«Sí, pero no era eso lo que yo le estaba preguntando».

Unos cuantos ejemplos recientes para ver cómo lo que antes era una entrevista hoy se ha convertido en otra cosa.

Por ejemplo, la que le hizo recientemente Carlos Alsina a Quim Torra en Onda Cero fue muy celebrada, y no por ninguna respuesta del presidente catalán, que se dedicó a balbucear de aquella manera sus razones sin aportar nada que no hubiera dicho antes. Fue celebrada porque su interlocutor se había preparado muy bien la forma de arrinconarlo.

Esa maniobra envolvente de Alsina le ha valido el título de mejor entrevistador de la radio española. Todo el mundo asiente cuando recuerda este fragmento de aquella entrevista a Mariano Rajoy en enero de 2018:

Rajoy: Algunos pretenden pedirle a la gente que renuncie a su condición de español y europeo, es un disparate. ¿Y sus derechos como españoles y europeos por qué tienen que perderlos? Si es que esto va contra el signo de los tiempos. Bueno, pues esto es lo que tratamos de defender nosotros.

Alsina: Pero la nacionalidad española no la perderían los ciudadanos de Cataluña.

Rajoy: Ah, no lo sé. Es decir, ¿por qué no la perderían? ¿Y la europea tampoco?

Alsina: Pues porque la ley dice que el ciudadano nacido en España no pierde la nacionalidad aunque resida en un país extranjero si manifiesta su voluntad de conservarla.

Rajoy: Pues… ¿y la europea?

Alsina: Y la europea la tienen porque tienen la nacionalidad española.

Rajoy: Me parece que estamos en una disquisición que no conduce a parte alguna. Lo que se le está obligando a la gente es a que decida si quiere ser catalán o español.

Bien, de toda la entrevista celebramos este momento en el que, simplemente, el periodista es capaz de caracolear al anterior presidente hasta conducirle a un pequeño lapsus sin demasiada trascendencia. No digo que Alsina no sea un buen entrevistador, au contraire, digo que lo que hoy el público aclama no son las grandes respuestas sino los zascas.

En esa entrevista Rajoy no declaró en antena la guerra a Cataluña ni reveló nada escalofriante sobre la financiación del PP o interinidades de su labor como presidente. En ese difícil contexto, Alsina creó un breve momento de espectáculo verdaderamente difícil de lograr estos días. ¿Pero es esto a lo que debemos aspirar ahora los periodistas, aguantar la matraca electoralista hasta aprovechar la oportunidad y forzar un fallo?

Hay ejemplos recientes mucho más dramáticos sobre en qué se ha convertido hoy este género del periodismo. Como sabrán, hace unas semanas Jordi Évole consiguió entrevistar a Nicolás Maduro.

La entrevista suscitó muchas críticas antes de su emisión debido, principalmente, a un vídeo promocional donde el sátrapa venezolano recomendaba ver Salvados. Ya no el texto, sino el paratexto.

Personalmente, me pareció una entrevista bastante buena. Creo que el público esperaba algo más complaciente pero Évole logró mantener una cierta tensión que incomodó a Maduro sin llegar a romper la cuerda del todo. Vale, asumo que es muy naïve por mi parte pensar que una entrevista así pueda calificarse en abstracto, como buena o mala, con todo lo que hay en juego ahora en Venezuela.

Me llamaron la atención un par de piezas publicadas a lo largo de la semana siguiente, una de Cristian Campos en El Español y otra de Arcadi Espada en El Mundo. Grosso modo, ambos pensaban que la entrevista había sido demasiado amable, incluso cómplice, con Maduro. «Pero hay una norma obligatoria: si entrevistas al asesino, debes preguntarle por sus crímenes», escribía Espada. «Las preguntas más interesantes de la entrevista son las que no le hizo el entrevistador», decía Campos.

Los traigo a colación además porque a ambos les he leído muy buenas entrevistas en el pasado, pero al leer sus argumentos no dejaba de pensar: «Si abordas así a Maduro, al minuto siguiente estás en un vuelo camino de Madrid o en el cuartelillo».

Y esto nos lleva al punto fundamental de esta reflexión. ¿Qué buscamos realmente con una entrevista? ¿Destapar las verdades del otro o reafirmar las nuestras? ¿Quiero saber qué piensa Maduro o quiero saber que Cayetana Álvarez de Toledo celebrará mañana la entrevista?

Esta misma semana, el periodista mexicano Jorge Ramos, de Univisión, se enfrentó al cacique venezolano con esa actitud beligerante que muchos exigían a Évole. Lo primero que hizo fue preguntarle si debía llamarlo «presidente» o «dictador». A continuación le mostró imágenes de venezolanos rebuscando comida en la basura.

Valiente actitud sin duda, pero… ¿qué pensaba Ramos que iba a ocurrir? A los pocos minutos Maduro se había levantado, la entrevista se había terminado y él fue retenido con su equipo durante dos horas en el Palacio de Miraflores. Después fueron expulsados del país.

Leyendo lo que ha publicado Ramos desde entonces queda claro que su actitud fue más que deliberada. Tenía claro con qué quería volverse de Caracas y no era con una entrevista completa, sino con un susto y un aura de heroicidad. Salir de un sitio dando un portazo es algo que la prensa local o los corresponsales que llevan años contando el conflicto desde Venezuela quizá no pueden permitirse, porque al día siguiente tienen que volver a llamar por teléfono y encontrarse tanto al Gobierno como a la oposición.

Muy presuntuosamente, los periodistas pensamos a veces que si un historiador quiere comprender dentro de 50 o 100 años la sociedad tendrá que recurrir a alguno de nuestros artículos. En ese caso, ¿qué les servirá mejor a esos habitantes del mañana para entender el conflicto venezolano, la entrevista de Jordi Évole o la no-entrevista —pero sí detención y espectáculo subsiguiente— de Jorge Ramos?

Por mi propio bien profesional querría pensar que una entrevista, que por buena o mala que haya sido siempre dejará un poso más profundo para entender esta época… pero la verdad es que no lo tengo nada claro.

A veces bromeo con que el mejor entrevistador de este país es realmente Bertín Osborne. El tío le sirve dos copas de tinto en un sofá a Mariano Rajoy o a Iker Casillas —los políticos, los futbolistas y los cantantes pop son de lo más arduo que se puede uno echar a la grabadora— y logra que le suelten un titular inédito detrás de otro.

Pero como las respuestas ya no valen nada ahora en las facultades tienen como modelo las entrevistas de Ana Pastor: preguntas incisivas, ceño fruncido e invitados a la defensiva desde el minuto uno y que no sueltan un titular ni a tiros. Ella es icónica y como espectáculo televisivo es estupendo, ¿pero qué nos queda al final a los espectadores salvo una serie de negativas y clichés sobre la honradez del 99% de políticos?

De nuevo la pregunta, ¿qué buscamos en una entrevista, verdad o entretenimiento? ¿El objetivo del periodista y el de su público están alineados o son cada vez más dispares? ¿Es posible hacer entrevistas legítimas en un contexto como el actual en el que hay decenas de televisiones, radios, diarios en papel y digitales pidiendo entrevistas continuamente a seres que viven en una campaña permanente, ya sea electoral o de promoción personal?

Los periodistas nacemos libres pero luego nos volvemos mitómanos por inducción radioeléctrica. Uno de nuestros mitos es Oriana Fallaci, a la que tenemos por una entrevistadora áspera e insobornable. Pero fíjense cómo empieza su entrevista con Haile Selassie, realizada en el año 1973, y comparen con todo lo expuesto hasta ahora:

«Su Majestad, me gustaría que me contara algo sobre usted. Dígame, ¿jamás fue usted un joven desobediente? Pero tal vez debo preguntar primero si usted alguna vez tuvo tiempo de ser joven, su Majestad».

La pregunta, hemos de decir, fue fallida porque Selassie no la entendió del todo (¿cómo no voy a haber sido joven?) pero sirva como ejemplo de que Fallaci no era la impertinente tigresa que a veces prefigura su estereotipo sino un ave taimada que intentaba rodear con sigilo a su presa.

Y la presa siguió ahí, sentada delante de ella, no se levantó y siguió permitiendo una pregunta más. Cada periodista tiene su estilo y cada entrevista sus circunstancias, pero este sí que debería ser el único objetivo de un entrevistador: evitar continuamente el mayor fracaso imaginable, el de no ser nosotros quienes pongamos el punto y final a la entrevista.

¿Los periodistas no somos el enemigo? Ojalá lo fuéramos

El pasado 15 de agosto, en una iniciativa del Boston Globe abanderada por el New York Times, unos 350 medios estadounidenses publicaron editoriales conjuntos bajo la premisa de que la prensa no es enemiga del pueblo.

El mensaje no iba dirigido tanto a sus propios lectores como al presidente Trump, que es quien ha vertido esos juicios en múltiples ocasiones. O quizá a ellos mismos, porque en este gremio se combinan asombrosamente bien la arrogancia y la inseguridad: «Soy imprescindible para la democracia, por favor dime que me amas».

¿Por qué los periodistas necesitamos constantemente esa palmadita en la espalda? ¿Por qué han obligado los medios estadounidenses al Senado a emitir una declaración afirmando que una democracia necesita de una prensa libre, no era ya algo obvio?

Nuestro problema, parece claro a estas alturas, no es Trump sino la falta de confianza de los lectores y espectadores. El presidente estadounidense es un ser aborrecible por muchos motivos, pero a veces hace falta alguien que te odie para señalarte lo obvio: que en los medios de comunicación los controles de calidad se han derrumbado, que usamos el corporativismo para defendernos de las críticas, que aunque las ‘fake news’ sean irrelevantes todavía publicamos muchísimas noticias de mierda, que los grandes medios están en manos de oligarquías con intereses evidentes. Que nadie sabe bien cómo ganar dinero sin venderse.

Por supuesto, un periodista siempre se siente libre cuando escribe, pero como diría Rousseau, está encadenado a todas partes. Ninguno lo decimos en voz alta, así que cuando alguien en redes sociales nos lo grita, nos ofendemos muchísimo.

Dicho lo cual. Nuestro trabajo es dar por culo, a Trump o a quien sea que esté al cargo. Y lo más normal es que aquellos a quienes jodemos nos consideren el enemigo, lo cual es perfectamente compatible con la necesidad del periodismo en una sociedad democrática.

Como periodista, yo trato de ser justo y advertir con antelación y claridad cuando voy a publicar algo negativo contra alguien. No trato de pillar a la gente desprevenida o llamarles un viernes a las 22:30 de la noche diciéndoles que al día siguiente se va a encontrar un artículo que les va a joder la vida, intento darles tiempo. Aún así, mucha gente me considera un enemigo. ¡Es normal!

¿Cómo no iban a hacerlo? Soy un tipo que llama a un gabinete de prensa diciendo que tiene una información horripilante sobre la empresa y que pienso publicarla. Puedes haber tenido cuidado y que el 99% de tus actividades sean completamente legales, pero yo soy el cabrón que aparece con un único contrato de hace siete años que contraviene toda legislación laboral. ¿Cómo no ser el enemigo?

Hace poco escribí un correo a una institución pública solicitando información para hacer una visita a un laboratorio. Sé que leyeron el correo pero nunca me contestaron. ¿Cómo iban a hacerlo? He publicado varios artículos poniéndolos a caer de un burro, y los que quedan. ¡Claro que soy su enemigo! Por supuesto que hay alguien ahí que dice ‘a ese tío ni agua’ o algo por el estilo… ¿pero qué otra cosa puedo esperar?

O ese ‘dircom’ de un alto cargo del anterior gobierno que me declaró persona ‘non grata’ e incluso me dijo que por mi culpa jamás cogería el teléfono a nadie del periódico donde trabajo. No tenía razón en absoluto, todo lo que publiqué sobre su representado era cierto, pero ese artículo mío le hizo pasar un día de mierda. ¿Cómo no ser su enemigo?

O a ese jefe de prensa que me dijo «no sé por qué quieres sacar eso de nuestra compañía, es que no tiene ningún interés informativo» y luego lo vio publicado en el periódico del domingo. ¿Cómo no ser su enemigo? Él seguramente sólo quería acabar su jornada a las 17:00 e irse a su casa a disfrutar de su familia o su mascota cuando un no-se-quién le llamó para joderle la tarde del viernes y tirarse el fin de semana en tensión tratando de rebajar la hostia que le íbamos a dar dos días después a su empresa.

Yo respeto a quien trabaja en un gabinete. Sé que me van a ocultar información que les perjudique, que van a tratar de amortiguar cualquier escándalo, que la reacción de sus portavoces muchas veces no estará a tiempo de la hora del cierre porque prefieren una no-declaración a una declaración que les pueda traer problemas. ¡Claro que lo entiendo!

Por eso mismo no voy diciéndole a quien trato de tocar las narices que no soy su enemigo. Como dijo el Príncipe, «es mejor ser temido que ser amado, si no puedes ser las dos cosas«.

Y ya ni hablemos de los lectores, muchos de los cuales me han bloqueado en Twitter sin haber mediado nunca intercambio con ellos. Algunos me odian por facha (signifique lo que signifique esto a estas alturas), otros por ecologista, otros por estar a sueldo de Monsanto o por ser un «alarmista del cambio climático», y qué mas da, el caso es que mis noticias les perturban.

Y yo que me alegro.

Mi lector ideal es el que entra con desconfianza y colmillo retorcido a buscar en mi artículo algo que le haga saltar. «¡Lo sabía, este tío es un saco de mierda!» A veces llevan razón de verdad y otras se ponen a rabiar con el pie de foto que hay bajo el sexto párrafo, pero esa debe ser, en mi opinión, la relación natural con alguien al que acabas de sacar de su zona de confort.

El editorial conjunto estadounidense muestra a una prensa insegura, que pasó de decir «tenemos que hacerlo mejor» cuando infravaloraron la victoria de Trump a darse cuenta de que cambiar es muy difícil y es mejor reafirmarse en que nosotros no podemos estar equivocados porque los Padres Fundadores creían en la importancia del periodismo.

«¿Cómo pueden los periodistas demostrar que no son el enemigo?», se preguntaban esta semana en Vox. La respuesta corta: «Haciendo mejor su trabajo«. El intercambio incluye consejos interesantes, como que debemos dejar de analizarlo todo como un debate de dos puntos de vista. En España hacemos exactamente lo mismo —lo que dice la derecha contra lo que dice la izquierda— en todos los asuntos, desde los restos de Franco a la maternidad subrogada. «Algunos asuntos tienen cuatro lados. Algunos tienen uno. Pero no hay muchos asuntos con dos puntos de vista, el Republicano y el Demócrata, igualmente válidos», dice este Bacon Perry, y añade: «El modelo de ‘ambos lados’ logra molestar a la izquierda y a la derecha, y socava la confianza en los medios».

Lo que decíamos. Basta una pizca de pereza, otra de incompetencia y otra de inseguridad para que brote la frase mágica: «Siempre hemos hecho las cosas así y no nos ha ido mal».

Luego hay otros temas, claro, pero básicamente todos tienen la misma raíz. Una prensa tan arrogante como insegura, enhebrada desde hace décadas en el ‘establishment’ que ni siquiera ve necesario explicar sus decisiones editoriales a los lectores —por qué un medio sustituye su cúpula directiva y línea editorial coincidiendo con un cambio de gobierno, por qué lo que iba a ser caviar informativo empieza a mezclarse con mortadela o por qué se aceptan dádivas de un gobierno regional al que supuestamente detestan en sus editoriales— y sin embargo echa a temblar cuando interpreta que esos mismos lectores tienen mala opinión de ella.

Fíjense que hasta yo me autocensuro dando nombres en mi blog, tal es la gangrena moral que sufrimos en el gremio. Ay, no sé. Cada vez me gusta más esta profesión pero al mismo tiempo me pone de una mala hostia tanta… argh, no sé ni cómo llamarlo.

Otro inciso sobre la campaña. Si tan expertos en el uso del lenguaje somos los periodistas, ¿por qué emplear una frase negativa como eslogan? Como han dicho muchos, incluido George Lakoff, eso ayuda a reforzar la idea y recuerda al célebre «I am not a crook» de Nixon.

El ejemplo final es este. En la jeremiada del Boston Globe —aclaro que es uno de mis periódicos favoritos y de los que más respeto del mundo, pero en una guerra yo siempre estaré en el lado de los informadores y esto al final es un editorial— mencionan esta cita de John Adams:

«The liberty of the press is essential to the security of freedom»

Y luego añaden este párrafo tan negativamente glorioso. «Durante más de dos siglos, este principio fundacional americano ha protegido a periodistas en nuestro país y servido de modelo para naciones libres en el extranjero. Hoy está seriamente amenazado. Y envía una alarmante señal a déspotas desde Ankara a Moscú, de Pekín a Bagdad, de que los periodistas pueden ser tratados como un enemigo doméstico».

¿En serio? ¿La antipatía de Trump hacia la prensa envía una señal alarmante a los países que más periodistas encarcelados tienen actualmente?

En 2017, según el Comité para la Protección de los Periodistas 73 compañeros fueron a prisión en Turquía y 41 en China por hacer su trabajo, pero para un ególatra y ombliguista chupatintas encaramado a su torre de marfil de Nueva Inglaterra, lo que manda una «alarmante señal» es que el presidente critique a la prensa que hace su trabajo y le pone a caer de un burro cada día.

No me extraña que la gente nos haya perdido el respeto.

¿Dónde disparaste, Santos?

Esto llamó mi atención anoche, así que me dispuse a ver hasta dónde podía llegar. Para los estudiosos de la Guerra Civil resultará un ejercicio fútil. Es cierto que hay mucho publicado sobre el tema, según pude descubrir después de horas de asueto, Coca-Cola Light y periodismo ciudadano de madrugada.

Me pareció una oportunidad ideal para poner en práctica los consejos del Manual de Verificación y las lecciones aprendidas de medios como Bellingcat.

El primer paso, botón derecho y Buscar imagen en Google, no arrojó demasiada información más allá de que la foto llevaba rulando por internet desde al menos 2013. Además, la calidad no es demasiado buena por lo que cuesta apreciar más detalles.

¿Por dónde seguir? El titular: «Las valerosas fuerzas que luchan por España limpian de marxistas los pueblos». Veo que la frase tiene su recorrido. Según este teletipo de Europa Press, en 2012 fue empleada por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica como «ejemplo de un lenguaje que describe lo que es un genocidio».

Busco información sobre el periódico La Voz de Córdoba. Parece ser que en la página del Ministerio de Cultura hay una Biblioteca Virtual de Prensa Histórica, ¿estará ahí lo que busco?

Bingo.

Muy bien, ahora tengo lo mismo, pero en mejor calidad. Cuento una docena de soldados nacionales y entre 20 y 25 civiles. Por la indumentaria, algunos parecen campesinos.

En el pie puede leerse:

«Nuestra foto de hoy muestra un detalle de la limpia de marxistas que realizan las fuerzas que luchan por España en los pueblos. Una columna de Córdoba al llegar a una población de la provincia, en sus cercanías, detiene a grupos de fugitivos marxistas que huyen a la llegada del Ejército, buscando en la huída, la impunidad de sus crímenes. Las fuerzas al servicio de la Patria, están dando pruebas de un alto espíritu valeroso, de una heroicidad extraordinaria y de una magnífica disciplina (Foto Santos)»

No da demasiada información. Fue cerca de Córdoba y la foto la tomó un tal Santos.

Les resumo mis pesquisas sobre el personaje. Hasta que llegó la guerra, este fotógrafo asentado en Córdoba capital solía colaborar con el ABC de Sevilla (bendita sea su hemeroteca) que en aquel periodo se independizó del ABC republicano de Madrid dando su apoyo al bando sublevado. Lo mismo pasó con La Voz de Córdoba, que hasta el 25 de julio de 1936 llevaba bajo la cabecera la frase «Diario Republicano» y luego, tras una interrupción de tres semanas, reaparece el 17 de agosto con «Diario Gráfico de Córdoba». La última portada republicana comenzaba con un VIVA ESPAÑA. En la hora grave de la Patria… y acababa con un ¡Viva el Ejército salvador!

Santos publicó sus fotografías en ambos periodos, antes predominaba la vida social en Córdoba y ahora las gestas de las tropas de Franco.

El contexto en la zona en aquellos momentos, según pude leer aquí: Córdoba capital estaba en manos de los nacionales pero no así muchos de los pueblos de alrededor, hacia donde se realizaban incursiones que a menudo eran repelidas por anarquistas o republicanos. En estas expediciones, dirigidas por el general Varela, iba empotrado nuestro amigo Santos.

La famosa foto salió en la edición del 21 de agosto, pero es imposible saber cuándo se tomó. Probablemente no el día anterior. Leí algunas cosas sobre el fotoperiodismo en la Guerra Civil pero no me sacaron de dudas.

Avancé hacia delante y hacia atrás para ver si había otras fotos que vertieran algo de contexto. La siguiente foto de Santos es tres días más tarde, sobre la entrada triunfal de la columna del general Varela en Archidona y Antequera, Málaga.

De repente, en el número del 19 de agosto, página 11, encuentro esto:

«Al operar sobre Baena las fuerzas que luchan heroicamente por la salvación de España, practicaron detenciones de marxistas». De nuevo Santos. Es el mismo lugar de la portada del día 21 aunque parece haber muchos más detenidos.

De nuevo, el primer paso con la nueva foto fue Buscar imagen en Google, lo que me llevó a un blog que decía, en 2015, que la foto no era en Baena, sino en Fernán Núñez, y que los campesinos fueron detenidos en realidad el 25 de julio.

Puse en un mapa las fotos publicadas por Santos en La Voz de Córdoba durante la semana anterior y posterior. También añadí las conquistas del General Varela. También tuvo intentos infructuosos de conquistar pueblos como Castro del Río, pero obviamente las derrotas no saldrían reflejadas en este periódico.


La ubicación de Baena era sospechosa, mucho más alejada que otros pueblos a los que Santos había ido y vuelto, como Alcolea o Villafranca. Fernán Núñez tiene mucho más sentido porque además está junto a la carretera que tradicionalmente une Córdoba con Antequera, y en la foto del 21 de agosto aparece un convoy de vehículos militares que seguramente se corresponden con la columna militar de Varela que tres días más tarde tomó estas ciudades.

Bien, nos ha llevado un rato pero hemos acotado la zona donde probablemente se tomó la fotografía. Analizando la misma, además de la carretera -me juego el pescuezo a que es la N-331, o como se llamara en aquella época- lo único a lo que aferrarse visualmente es esa casa en lo alto de una colina.

No se ve muy nítido, pero tampoco hace falta ser cordobés para darse cuenta de que el aspecto no concuerda con lo que uno espera de la arquitectura en esta región. En este entorno pega un cortijo o algo así, pero éstos suelen ser de una planta. Lo único en lo que puedo pensar es en algún tipo de iglesia, porque además el edificio luce en su parte frontal algún tipo de remate.

O mejor pensado, una ermita. En Baena está la dedicada a la Virgen de los Ángeles, pero no es ni de coña porque está construida junto a una pared de roca.

¡Oh! ¿Qué tal esta? La Ermita del Calvario en Fernán Núñez.

Parece el mismo edificio sólo que visto desde delante. Además en la descripción dicen: «Situada sobre un montículo a la derecha de la carretera nacional N-331». Desgraciadamente, la ermita fue bombardeada, vuelta a reconstruir y reformada varias veces, la última en 2003. Ya no se parece en nada al edificio de la fotografía

Pero contestando al tuit de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, diría que la fotografía de Santos que fue portada de La Voz de Córdoba el 21 de agosto de 1936 fue tomada aquí, donde he colocado la marca amarilla. Metro arriba, metro abajo.

Si Santos tomara hoy la foto desde ese mismo punto, tendría que buscar la ermita entre la tienda de Muebles Miranda y el Cartel de Cobos. Es una imagen de extrarradio, algo triste, pero muchísimo menos triste que lo que su cámara captó hace 80 años.

¿Quiere un mejor periodismo en 2017? Pues aprenda a quejarse

Este pasado año me han braseado en redes sociales tanto como a cualquiera que se dedique a esto: que si vaya titular tendencioso, que si menuda foto has elegido, qué entradilla o pie de foto más lamentable, qué vas de graciosillo, aprende a escribir gañán, a esto lo llaman periodismo, qué opinará @pedroj_ramirez de esta «noticia» de @bajoelbillete, etcétera, etcétera.

Los periodistas vivimos una época privilegiada en cuanto a la interacción con los lectores, y viceversa, porque ya todos somos un poco ambas cosas: creadores y receptores de información. Sin embargo, la capacidad de poder quejarse de las noticias no siempre las hace mejores. De hecho, casi nunca las hace mejores.

Así que, para que este nuevo año sea un poco más fructífero, he venido a decirle, lector, cómo debe quejarse de las noticias. Y sé que esto le irrita mucho porque, por lo general, los lectores digitales somos unos niñatos malcriados, pero siga conmigo un poco más y quizá comience a apreciar esa agradable sensación casi olvidada: la presión de las correas de la disciplina sobre su cintura.

Escuche bien. Así es como tiene que criticarme, a mí y a otros compañeros periodistas, a partir de ahora. La industria se está desmoronando, pero vamos a tratar de comportarnos como adultos. Se acabaron las chiquilladas.

No olvide nunca en qué terreno nos movemos

Sabe tan bien como yo que los medios en internet vivimos de los clics. Usted no paga un céntimo por leernos y, a cambio, los jefes nos miden a fin de mes en función del tráfico que hemos conseguido. Ese es el acuerdo tácito que mantiene en pie el edificio.

Cuando escribimos una noticia, tenemos muchas cosas en cuenta, la primera de ellas es que sea informativamente relevante pero el impacto en visitas que pueda tener es un factor. Si es probable que usted no la lea, es probable que yo no la escriba.

Por supuesto, más de una vez se nos va de las manos y acabamos haciendo puro clickbait, un titular que promete mucho más de lo que ofrece, pero es la consecuencia lógica de este modelo fallido.

Otra cosa que se suele ver a menudo es una derivada de lo anterior. Los medios digitales suelen publicar más de 50 noticias al día y tienen secciones dedicadas únicamente a generar mucho tráfico. Así que piense en todo esto antes de escoger la peor noticia que vea ese día en una web y tuitear escandalizado…

«NUEVO PERIODISMO»

No servirá de nada para mejorar la calidad de la prensa. Es más, cuando veo a alguien así pienso «si es un lector tan exigente, ¿por qué no está leyendo algo a su altura en Der Spiegel en lugar de andar hozando en la mierda?»

Lo que sus quejas dicen sobre usted

No crea que no he hecho los deberes pese a estar en periodo vacacional. Una vez aclarado lo anterior, hay que introducir una explicación.

Según leí en este artículo del Wall Street Journal sobre cómo quejarse de forma efectiva, los psicólogos distinguen entre dos tipos de quejas: expresivas e instrumentales. Aplicadas a las noticias, una queja expresiva sería tuitear «¡vaya mierda de reportaje te has escrito sobre las elecciones estadounidenses!» y una instrumental sería «¿no deberías incluir también el punto de vista de los votantes de Trump en este reportaje?» Más o menos.

Otra cosa que algunos estudios dicen es que hay gente que tiende más a quejarse de forma expresiva y otra, de forma instrumental. La forma de expresar las quejas, no sólo sobre las noticias, tiene que ver con la satisfacción y el bienestar que uno tiene en su vida.

En resumen, hay muchos factores detrás de una queja y no podemos controlarlos todos, pero hay una clave en la que deberíamos pensar antes de enviar una queja y es… ¿quiero cambiar las cosas y ayudar a que el periodismo sea cada vez mejor?

Si su respuesta es NO, puede cerrar esta pestaña. Si su respuesta es SÍ, aquí van unos consejos.

De qué y cómo podemos quejarnos

La figura del Ombudsman o defensor del lector es casi inexistente en el periodismo español, pero sepan una cosa, si existiera no podrían quejarse de lo que les diera la gana. O mejor dicho, sí podrían pero sólo unas cuantas quejas tienen el poder de modificar un artículo.

The Guardian, que tiene un defensor desde 1997, estipula el tipo de quejas que acepta. Las he adaptado, resumido o actualizado para elaborar una breve guía de apenas tres puntos.

En redes sociales, mencione siempre al autor de la pieza. Ni el community manager, ni el director del medio ni ninguno de los otros trabajadores o colaboradores tienen la autoridad, la capacidad o el interés de modificar una noticia errónea.

Que no esté de acuerdo no significa que esté mal. Buena parte de las críticas no son críticas a la propia pieza sino en desacuerdo a una declaración o al propio enfoque del artículo. Este tipo de quejas, que The Guardian califica como «triviales, hipotéticas, vejativas o insignificantes» suelen ser las primeras en ser descartadas, téngalo en cuenta.

Sobre qué cosas no se quejan nunca los lectores y deberían quejarse siempre. Cuando una frase o extracto sea impreciso, cuando una fuente es anonimizada sin aparente necesidad, cuando el periodista no ha ofrecido a alguien la posibilidad de responder de las acusaciones o cuando el periodista interfiere en el duelo o el dolor de una víctima.

Podrían añadirse otras, más específicas para temas espinosos como el periodismo de finanzas o judicial, pero me apartaría del objetivo de este post. Dejémoslo en tres puntos, todo sustancia, cero tontería.

Memorícelos querido lector y prepárese para hacer un favor a los medios españoles en 2017 atorrando hasta la muerte a sus plumillas mileuristas favoritos.

Si ya sabes de dónde viene la palabra ‘amateur’

Si ha caído usted aquí, seguramente habrá leído ya el artículo Los amateurs acabaron con el periodismo, publicado por Marga Zambrana en Letras Libres. E incluso la réplica de Alberto Arce en Horizontal, No fueron los amateurs quienes terminaron con el periodismo.

En resumen, la guerra de Siria y otros conflictos actuales están siendo cubiertos por freelancers infrapagados -pero de buenas familias que pueden permitirse la aventura- que escriben desde un piso en Estambul o Beirut y tiran de las mismas fuentes de WhatsApp que otros tantos cientos de periodistas en todo el mundo. El debate está en si la culpa es de ellos o de los medios de comunicación que lo permiten. Aunque ya he dejado escrito antes por ahí que la práctica del periodismo se está volviendo decimonónica y, en efecto, reservada a los vástagos de la clase alta, no venía a hablar de eso.

El tema es que hay sitios que están cubriendo muy bien conflictos como el de Siria, ofreciendo información nueva casi a diario: noticias magras, asépticas y muy diferentes a las crónicas a las que estamos acostumbrados. Sitios que los periodistas «profesionales» (¡argh!) desdeñamos a menudo porque muestran con orgullo la credencial periodismo ciudadano.

Hablo en concreto de Bellingcat, donde además se definen como «periodistas ciudadanos de investigación», una contradictio in terminis o eso pensaba yo. Han salido mucho en prensa anglosajona pero en España no he visto mucho escrito sobre ellos, fuera del blog Guerras Posmodernas de Jesús M. Pérez Triana y de este reportaje de Pablo Mediavilla publicado en Ahora.

Bellingcat fue fundado por Eliot Higgins en 2014. Cuando Higgins comenzó en 2012 a cubrir desde su blog -bajo el pseudónimo Brown Moses- la guerra siria, no era más que un administrativo de Leicester desempleado y con una hija. Como los freelancers pijos de Estambul, Higgins no hablaba una palabra de árabe, pero le apasionaban las armas y en eso se centró. A finales de 2013 el New Yorker le hizo un perfil en el que describía su típico día: daba de desayunar a su niña y luego miraba cuentas de Twitter relacionadas con la guerra. Un día vio denuncias de un posible ataque con armas químicas en la periferia de Damasco. Su siguiente parada fue YouTube, donde ya había docenas de vídeos subidos por los vecinos. Niños con convulsiones y echando espuma por la boca.

Así, recopilando material y preguntando en Facebook y Twitter, Brown Moses descubrió que Assad usaba armas químicas o bombas de racimo y que el Frente de Liberación Sirio se había hecho con munición antiaérea. Logró dar más exclusivas que nadie sobre una guerra imposible de cubrir de un modo tradicional: ha habido ya docenas de periodistas asesinados y muchos otros secuestrados, y las incursiones de la prensa al país se realizan de forma tutelada por los distintos bandos. Con Bellingcat, Higgins quiso llevar más allá el concepto Brown Moses, que ya no fuera él solo sino una red de personas las que investigaban, y ya no sólo expertos en Siria sino también en otros países o en temas como el accidente del avión MH17 en Ucrania o el escándalo del hacking telefónico en Reino Unido.

Confieso que el periodismo internacional de conflictos es de los que menos frecuento, pero si Bellingcat me interesa no es por la guerra en sí, sino por la forma en la que trabajan. En primer lugar, porque en un momento en el que los medios han renunciado a investigar porque dicen que es costoso y no pueden permitirse que los redactores salgan por el mundo, ellos han demostrado que se pueden investigar muchísimas cosas a coste cero desde un salón. ¿Por qué no hicimos eso nosotros primero? Y ahora que otros lo han hecho por nosotros, ¿por qué no les imitamos en lugar de quejarnos porque las cosas han cambiado?

A los periodistas nos encanta decir «ya no tenemos el monopolio de la verdad», pero pocos de ellos lo creen realmente. Si lo creyéramos de verdad, desde una poderosa cabecera no se culparía al revisionismo tuitero cuando un bloguero o un medio menos conocido desmienten una información suya aportando pruebas. Tenemos muy enraizada la arrogancia.

Otras cosas que me encantan de Bellingcat y de las que los periodistas ejem, profesionales deberíamos aprender.

Costó lo que costó

Higgins hizo un crowdfunding en Kickstarter y logró levantar algo más de 50.000 libras (algo menos de 60.000 euros) de 1.700 personas para poner en marcha el proyecto. Así es, en un contexto en el que necesitas millones de usuarios únicos -o mejor dicho, globos oculares- pinchando en las noticias para que un medio online gratuito sea rentable, ellos fueron en la dirección opuesta: poca gente pagando algo para no depender de los odiosos banners. Lo más interesante de esto es que, prácticamente la mitad de los donantes del crowdfunding pusieron el precio mínimo: entre 5 y 15 libras.

Funcionan con fuentes abiertas

A partir de fotos, vídeos de YouTube, tuits o publicaciones en Facebook, en Bellingcat emplean herramientas de verificación para tratar de saber si un vídeo o foto se tomó realmente en Raqqa y en esa fecha, o analizan los metadatos de un tuitero que afirma estar en Alepo para corroborar si lo está realmente. En algunos sitios aún lo llaman, jocosamente, periodismo de salón, o de Google.

Por ejemplo, la semana pasada siguieron el rastro de Anis Amri, el terrorista que mató a 12 personas e hirió a 49 en Berlín y posteriormente fue abatido en Milán, a través de sus redes sociales: encontraron por dónde se movió en los últimos meses, dónde estaba en las fotos que colgó, otros perfiles suyos de Facebook que descubrieron gracias a sus familiares, contactos suyos relacionados con el yihadismo, etc.

El open source tiene otra cosa que los periodistas, habitualmente, solemos mirar por encima del hombro, y es su falsabilidad. Todos los datos que usan en Bellingcat para dar sus noticias están en internet y son fácilmente accesibles por un administrativo en paro, tan sólo hace falta aplicar a ellos mucho tiempo y conocimiento, es decir, trabajo.

Son falsables, y por tanto, creíbles

Que los lectores sepan de dónde viene esa información es, en un momento como éste, clave. La tradición aún es que las grandes exclusivas periodísticas están en las cloacas, y hay que hacer algo sucio para salir de allí con la portada de mañana. Los lectores desconfían, y más después de trabajos sensacionales como V, Las cloacas del estado de Álvaro de Cózar, un serial donde de las alcantarillas surgen nombres de periodistas muy conocidos, que resultan estar de mierda hasta el cuello pero a día de hoy siguen escribiendo en los periódicos y apareciendo en la televisión como si tal cosa, fingiéndose inmaculados. Con Bellingcat nadie se pregunta de dónde sale esta información o quién se la habrá pasado o con qué intereses, sino que el espectador directamente arquea las cejas y se sorprende de que eso estuviera ahí, a la vista de todos y a falta de que un frikazo se pasara varias horas de su vida haciendo pantallazos a misiles en vídeos de YouTube y comparándolos con otras armas en una web de balística rusa.

Sobre este tipo de cosas se construye la credibilidad que muchos medios, con sus informes confidenciales y sus «siempre según fuentes cercanas» ya han perdido.

Volviendo al principio, este siempre va a ser un oficio de amateurs, afortunadamente. Es más, es la gente que viene de otros sectores -como el empresarial o el tecnológico- la que insufla a veces un poco de aire a este compartimento estanco. También siempre, supongo, habrá alguien dentro de la industria que diga «ese no es periodista» o «eso no es periodismo».

Soy un coñazo y me repito, pero ya les conté un día cuando yo empecé, de estudiante, haciendo crónicas de partidos de regional para el ABC de Córdoba por 30€ al mes. No llegaba ni a la categoría de aficionado y sin embargo, el chico que estaba haciendo lo mismo para el Diario Córdoba, algo mayor, más veterano y que tampoco se dedicaba profesionalmente a ser cronista, me mostró el primer día cómo ir recoger las alineaciones en el bar del estadio, donde el árbitro dejaba una copia escrita en una cuartilla.

Por este tipo de cosas, Antonio, no puedes reprochar nunca a nadie, por amateur que sea, que trate de meterse en este oficio decadente. En primer lugar porque no tienes autoridad moral, ya que tú mismo lo hiciste, en segundo porque puede enseñarte cosas que en esta casa ya no se aprenden, y en tercer lugar, porque oye, podría acabar dándote trabajo.

Los recortes como fatiga del lenguaje

El otro día leí una interesante entrevista de Esther Palomera a Eduardo Madina en la que algo me llamó la atención. En un momento dado le preguntaba por la abstención del PSOE a la investidura de Rajoy o, más concretamente, cómo podían ellos permitir que siguiera gobernando «el partido de los recortes».

En ese momento, en mi cabeza, no sé si se me encendió una bombilla o se me apagó un plomo. Para averiguarlo he escrito este post.

En muchos casos, los periodistas analizamos la gestión del Gobierno y otros aspectos de la realidad como si La Crisis® nunca hubiera existido. De alguna forma, hemos creado ese marco mental —o alguien lo ha creado para nosotros— de que el Gobierno ha recortado porque sí, porque está en su ideario retrógrado y no tanto porque la UE nos lo exigiera a cambio del rescate. Zapatero empezó a aplicarlos en lo que entonces se llamó «el mayor recorte social de la historia» y luego Rajoy continuó. Si el PSOE hubiese ganado en 2011, habría tenido que hacerlos igual.

Claro, hay gente que opina que podríamos haber salido de la crisis de otra forma, sin recortar nada, aplicando medidas de contención del fraude fiscal, fusionando las diputaciones y otras ideas del estilo. Aún hay mucha gente que lo piensa, pero menos que cuando Alexis Tsipras también lo pensaba. En cualquier caso, esto no va sobre economía sino sobre precisión.

En fin, en uno u otro momento, todos hemos comprado un poco esa noción de los recortes del PP. Con un «no a los recortes» en cualquier cosa: ciencia, educación, sanidad o cultura siempre pareces sensible a las necesidades de los ciudadanos.  Porque la alternativa sería mojarse.

Se escucha a menudo: «Si queremos ser un país moderno y competitivo, no podemos recortar en investigación».

Y estoy de acuerdo, pero a eso casi nadie responde «vale, pero tenemos que ahorrar igualmente miles de millones de euros por imperativo comunitario, ¿de dónde los quitamos?», porque ello equivaldría a tener que pensarlo, reflexionarlo y quizá decir «de defensa», que es mojarse poco porque la primera opción siempre es defensa, ¿pero y si sigue faltando pasta? ¿Congelaría usted las pensiones para mantener la I+D? ¿Frenaría la reposición de funcionarios en otras áreas para incrementar el presupuesto en ciencia, sanidad o educación?

Bueno, o cualquier otra partida que a alguien siempre le parecerá intocable.

Así llevamos varios años, no queremos recortes y si recortas en algo me enfado y no respiro.

Por ejemplo, dos recientes: Ciudadanos se niega a recurrir a los recortes para cumplir con Bruselas. O Batet: «Dijimos ‘no’ a Rajoy, a la corrupción, a los recortes y a la falta de diálogo con Cataluña». De Podemos, ERC y otros hay unos cuantos más en la hemeroteca.

No me malinterpreten y piensen -no sé si puedo evitarlo ya a estas alturas- que soy un facha que con este post solamente pretende exonerar al PP. Simplemente me gustaría no contribuir más, en la medida de lo posible, al escenario actual, por el cual los periodistas y los políticos jugamos en un tablero sin reglas con piezas imaginarias y sólo gana la partida quien saca la pieza más loca y desproporcionada. ¿Es eso lo que llamamos populismo? Yo al menos sí. ¿Entonces los medios estaríamos contribuyendo a hinchar ese populismo que, en otros ámbitos, tanto despreciamos? Porque cuando la respuesta de un político es que si no hubiéramos hecho recortes habríamos creado millones de empleos por lo cual en España no tendríamos apenas paro y no harían falta recortes, cómo habrá sido la pregunta previa del entrevistador.

Los recortes son ya una tautología como las del discurso amoroso de Roland Barthes: «Te adoro porque eres adorable». O en otras palabras, también suyas, una fatiga del lenguaje.

En fin, independientemente de los recortes, el Gobierno ha hecho deméritos en estos cuatro años para no votarles. Por ejemplo, el asunto de la policía política de Fernández Díaz, la no gestión del problema con el Fondo de Reserva de la Seguridad Social o —algo que como ciudadano me enerva personalmente— haber extendido sus redes de influencia mucho más allá del poder legislativo para entrar a fondo en RTVE, el CGPJ o incluso el Consejo de Seguridad Nuclear, organismos que por el bien del país deberían gozar de independencia en sus decisiones. Es una forma de corrupción que, por desgracia, casi nadie considera corrupción pero que es más consciente e ideológica que los recortes que, mejor o peor, pero por cojones, han tenido que llevar a cabo.

Decir no a los recortes, que van a tener que hacer igualmente y que cualquier otro partido tendría que hacer, es infructuoso. Ahora comienza, tras meses de incertidumbre, una nueva legislatura con la amenaza latente de que habrá que recortar otra vez, para empezar, 5.500 millones. Sería un buen momento para que los medios afrontásemos las críticas y exigencias al gobierno de una forma más seria, no juzgándoles sólo por recortar, en abstracto, sino por las decisiones concretas que han tomado o pretenden tomar. Sé que muchos compañeros lo han hecho siempre así, pero no me negarán que la coletilla del «partido de los recortes» está muy generalizada.

Creo, sinceramente, que siendo más rigurosos con esto pondríamos al Gobierno en mayores apuros de los que han tenido hasta el momento. Porque ellos, como nosotros y como la oposición, tendrían que mojarse. No a los recortes, bien, pero a cuáles, y a cuáles recortes sí. O en otras palabras:

He de decir, a veces me llevo alguna sorpresa. El otro día escuché en un debate de La Sexta a un socialista llamado Ignacio Urquizu y dijo algo que me pareció esperanzador. Habló de que había otra forma de gobernar, cambiando cosas en áreas donde Bruselas no tenía exigencias puestas, como diciendo que va a haber cosas innegociables y dolorosas que tendremos que asumir sí o sí, pero en otras áreas se pueden hacer muchas cosas de forma distinta.

Fue un jarro de agua fría muy refrescante después de tanto tiempo cociéndonos al vapor de la golosina verbal.

La bromita del Nobel de Literatura ha durado suficiente

He leído a varios escritores que están en desacuerdo con el Nobel de Literatura a Bob Dylan. Quizá es porque han enfocado el debate de manera que pudieran ganarlo.

Tal y como solemos hacer los periodistas con la Libertad de Prensa o los caricaturistas con los Límites del Humor, la manada de escritores huye sedienta hacia el claro donde les gusta abrevar, el de Qué Es Literatura.

Ahí se sienten seguros porque, cuanto más se prolonga el debate, se hace más fuerte la posibilidad del KO. Pero si creen que pueden llevarse a ese abrevadero discursivo el Nobel de Literatura a Bob Dylan, tendrán que soportar que alguien pueda acercarse, orinar en él y amargarles un poco el trago.

No hace falta sobreactuar ante los méritos literarios del cantante y decir que la letra de One More Cup Of Coffee vale tanto como un poema de Derek Walcott, o al contrario. Es absurdo y sólo sirve -como han visto aquí mismo hace una línea- para exacerbar el lucimiento del abajofirmante, su debilidad por el name dropping, y en definitiva, para hablar más de uno mismo que de Bob Dylan.

También hay gente que ha dicho que el primer Nobel cantante no fue Dylan, sino Isaac Bashevis Singer. Un chiste excelentemente apropiado, pero basta de circunloquios: Dylan es un compositor e intérprete de canciones, no hace falta disfrazarlo de nada más para reconocer sus méritos.

El asunto no es si lo de Dylan es Literatura (qué artificioso también esto de escribirlo siempre en mayúsculas, porque cuando Dylan hace música nadie dice Música) sino si el Nobel de Literatura ya no premia sólo a escritores sino también a otros artistas. Quizá, queridos lectores, haya que considerarlo ya de facto como un Nobel de las Artes, aunque por tradición se siga llamando de la misma forma como Alfred Nobel lo bautizó en 1901.

Llevan casi un siglo de retraso

Les recomiendo leer un reportaje de Fermín Grodira en El Confidencial sobre el Nobel de Medicina, que desde hace tiempo no ganan apenas médicos sino investigadores básicos cuyos descubrimientos acaban convirtiéndose, años y millones de dólares después, en por ejemplo, un nuevo tratamiento farmacológico contra el cáncer.

Ese es el quid de la cuestión. Los Nobel de ciencia llevan toda la vida mutando, bajo las mismas tres denominaciones (Medicina, Física, Química) porque de lo contrario no podrían reconocer la excelencia de la investigación en nuevos campos como la biología celular o la nanotecnología. Y al de Literatura ya le ha llegado la hora. Hay quien ha hecho chistes al respecto pronosticando en el futuro un Nobel para cineastas o coreógrafos. Como dicen los angloparlantes, now the joke is on you.

Los Nobel de Literatura, es cierto, han ayudado a establecer un canon literario. De alguna forma, fotografiaban el estado de la Historia de la Literatura, sí, y como se ha repetido hasta la saciedad, dejaron escapar a Jorge Luis Borges, pero piénselo, también a Alfred Hitchcock, a Tetsuji Takechi o a Igor Stravinski, que en el siglo XX hicieron algo parecido a lo que hizo el argentino pero con el cine, el teatro Kabuki o la música clásica. Individuos, en definitiva, que han trascendido lo individual para influenciar el transcurso de su disciplina artística.

Si los Nobel de ciencia no hubieran asumido el cambio que el Nobel de Literatura parece haber asumido al fin, el zoólogo James Watson y el neurocientífico Francis Crick nunca habrían ganado el Nobel de Medicina por descubrir la estructura del ADN. Probablemente también Rosalind Franklin, que era química y cristalógrafa de rayos X, debería haber ganado el Nobel de Medicina con ellos.

En resumen. En 2016 un biólogo molecular puede ganar el Nobel de Medicina, un matemático puede ganar el Nobel de Física… ¿pero un cantante no puede ganar el de Literatura? Tócate la armónica.

¿Cuánto costarían estas 500 palabras si se publicaran en…?

Una vez fui a uno de estos viajes de prensa, invitado a Milán por una empresa china de electrónica. En el hotel me encontré con otro periodista freelance español y, hablando de todo un poco, resultaba que ambos habíamos escrito para la misma publicación en el pasado.

«Lo único malo es lo poco que pagan, 75 euros por artículo, y luego quítale el IRPF, se te queda en nada», me dijo.

Levanté las cejas y asentí mientras pensaba «qué cabrón, a mí me pagan 60».

Las tarifas son uno de los secretos mejor guardados en esta profesión, tanto como las nóminas. En Estados Unidos y prácticamente en cualquier lugar pasa lo mismo, así que un día, una periodista y editora llamada Manjula Martin montó una página llamada Who Pays Writers, Quién Paga a los Escritores. Allí, estos profesionales pueden informar de forma anónima cuánto paga un determinado medio, qué exige o cuánto tiempo les lleva cobrar el trabajo.

Bien, con esos datos -y unas cuantas horas construyendo un Excel- vamos a calcular cuánto podría costar este artículo de 500 palabras, impuestos no incluidos. Vale, es muy difícil que un mismo periodista pueda aspirar a escribir en Science, The New York Times y la revista Marie Claire, pero hemos venido a jugar.

El artículo que están leyendo es básicamente introducción, metodología y sorpresa.

En primer lugar, escogí 62 publicaciones que me resultaron interesantes. Algunas son la versión web de cabeceras clásicas y otras son nativos digitales, más recientes pero que están haciendo ruido.

No existe una tarifa estándar porque, en primer lugar, no todos los artículos son igual de extensos o requieren el mismo trabajo, y en segundo, porque algunos periodistas tienen más caché o ya conocían de antes al editor y pudieron negociar un precio mejor. Dada esta probable discrepancia, de aquellas publicaciones iniciales eliminé las que tenían un solo informe. Cuantos más informes tuviera una publicación, mayor sería la veracidad del testimonio.

Me quedaron 50. Decidí quitar también las entradas con dos informes. En algunos sitios alguien decía cobrar 1,20 por palabra y otro una décima parte de eso. Demasiada incertidumbre.

Mi plan inicial era multiplicar las tarifas por el número de palabras de este post, convertir las cantidades a euros, y luego ordenarlas de mayor a menor. Finalmente, decidí incluir también el número de informes o grado de credibilidad y usar mejor este criterio de orden.

También he recogido datos sobre el tiempo que tardan las publicaciones en abonar el artículo, un factor nada desdeñable cuando tienes que pagar el alquiler. Lo he representado con bolitas —nota biográfica— en homenaje a Raúl Díaz Poblete y su visualización para Medicamentalia, que nos valió medio premio García Márquez. El otro medio es de Eva Belmonte, pero, como dice la canción, uno más uno son siete.

Por último, he recabado datos acerca de la dificultad de los encargos: si basta con escribir cuatro párrafos de refrito o requiere investigar algo. Quizá sea demasiado aleatorio, aunque seguro que hay algún interesado.

Quinientas.

Réplicas del seísmo

Tras el terremoto que sacudió la ciudad medieval de L’ Aquila en abril de 2009, siete hombres de ciencia italianos fueron imputados y condenados por homicidio involuntario. Su crimen fue minimizar la posibilidad de un evento sísmico que finalmente ocurrió, mató a 300 personas, hirió a 1.500 y dejó sin casa a más de 50.000 habitantes de esta región del Abruzzo. Uno no puede dejar de aplicar a esta historia el filtro de la fábula de Pedro y el lobo. Es fascinante cómo un relato puede determinar nuestra forma de ver las cosas, eso a lo que llaman moral.

Ahora el lobo ha vuelto, pero los pastores ya no tenían incentivo alguno para advertir a los vecinos.

Otro Galileo

El 24 de agosto de 2016 a las 4:16 de la mañana, 40 minutos después del terremoto de Amatrice, Giampaolo Giuliani compartió la noticia en su Facebook.

Hace siete años, este hombre apareció en medios de comunicación de todo el mundo como el hombre que predijo el terremoto de L’ Aquila pero al que la ciencia oficial nunca escuchó. Entonces, las únicas credenciales de Giuliani eran las de collaboratore tecnico non laureato, un asistente de investigación, en un centro adscrito al Laboratorio Nacional del Gran Sasso.

En el año 2000, mientras trabajaba en un experimento relacionado con la detección de neutrinos, Giuliani detectó un aumento en las emisiones subterráneas de gas radón que coincidió con un seismo en Turquía, a unos 1.200 kilómetros de allí. La idea no es original, ya que los científicos ya habían empezado a tantear las relaciones entre los terremotos y el radón en los años setenta, sin mucho éxito. El problema es que esas emisiones suben y bajan constantemente, a veces predicen un temblor y a veces no. Sin embargo, Giuliani y otros compañeros no cayeron en el desaliento y diseñaron cinco detectores de radón para monitorizar el área que rodeaba a la cordillera del Gran Sasso.

En 2009, y armado con su método, Giuliani visitó a finales de marzo al alcalde de Sulmona, una ciudad de 25.000 habitantes a 55 kilómetros de L’ Aquila, para advertirle de un terremoto catastrófico que tendría lugar entre 6 y 24 horas después. Durante todo el mes anterior, se habían producido en la zona pequeños seísmos. El alcalde hizo sonar la voz de alarma y furgonetas con altavoces recorrieron las calles pidiendo a los vecinos que abandonaran la ciudad. Sin embargo, el terremoto nunca llegó y Giuliani fue defenestrado por las autoridades políticas y científicas.

Pocos días más tarde la tierra tembló en L’ Aquila y Giuliani no tardó en asomar la cabeza, blandiendo predicciones hechas con su método -que alertaban de un evento superior a magnitud cuatro- y exigiendo una disculpa a los científicos que le habían desacreditado. Sus versiones de lo que sucedió en aquellos días resultan contradictorias, pero para mucha gente Giuliani pasó a ser un nuevo Galileo, porque como ya sabemos, el público ama al heterodoxo que grita «¡el emperador va desnudo!»

Sus predicciones contribuyeron a abonar el terreno para la condena a los siete científicos del comité de grandes riesgos. En concreto, Giuliani centró sus iras en Enzo Boschi, presidente del Instituto Nacional de Geofísica y Vulcanología y uno de los sismólogos posteriormente imputados.

Warner Marzocchi, investigador en el centro dirigido por Boschi, examinó tanto la patente del sistema de medición de radón presentada por Giuliani como su descripción del desarrollo del método y concluyó: «Es muy difícil encontrar algo bueno en su trabajo». Uno de los problemas es que los registros de radón eran demasiado cortos, y contenían demasiados picos. Algunos estaban asociados a terremotos pero no guardaban correlación alguna entre ellos. «Estos gráficos son inaceptables desde un punto de vista científico», declaró Marzocchi a Science.

Tras el terremoto de Amatrice, Giuliani volvió a asomar la cabeza publicando uno de sus gráficos, que mostraba un aumento en las emisiones de radón registrado por dos de sus medidores, llamados Coppito y Fagnano. Junto al material, Giuliani dejaba el siguiente mensaje: «Publico estos gráficos a beneficio de aquellos que sepan leerlos. Dudo que los imbéciles puedan jamás comprenderlos».

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Gráfico elaborado por Giuliani que muestra los registros de radón de los detectores entre el 20 y el 23 de agosto.

En uno de los comentarios, una mujer llamada Mara Bordini le decía: «Soy una de las imbéciles que no puede leer estos gráficos, pero creo instintivamente en tu método. Me gustaría que nos lo explicaras. Si es posible. Gracias».

La desgraciada comisión

Nápoles acoge entre el 7 el 9 de septiembre el 88º Congresso della Società Geologica Italiana. Fatídicamente premonitoria, la mesa redonda se titula «El hombre frente a los fenómenos naturales: entre el estudio de las causas y la gestión de las consecuencias». Entre los participantes está Sergio Bertolucci, presidente de la Comisión Nacional para la Previsión y la Prevención de Grandes Riesgos, formada por un grupo de científicos que son convocados tras un desastre natural para asesorar al presidente de la república.

Bertolucci no es un experto en terremotos sino un físico de partículas muy reconocido. De hecho es actualmente el Director de Investigación y Computación Científica del CERN. Su antecesor en el puesto, Luciano Maiani, además de predecir la existencia del quark encantado, ocupó el cargo de Director General, el de máxima responsabilidad en el CERN, entre 1999 y 2003.

Existe más relación de lo que parece entre la física teórica y los terremotos. Algún estudio ha tratado incluso de analizar el fracaso estrepitoso de esta disciplina al tratar de explicar o precedir la existencia de seísmos .

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Antonio Zichichi, con gafas en el medio de la imagen, explicando el diseño del futuro laboratorio Gran Sasso.

El Laboratorio Nacional del Gran Sasso está cerca de L’ Aquila, a 10 kilómetros del epicentro del seísmo de 2009 y lo más importante, a 730 kilómetros del CERN. Desde la sede del Gran Colisionador de Hadrones se envían haces subterráneos de protones a Gran Sasso. La profundidad a la que está el laboratorio reduce el efecto de los rayos cósmicos, lo que permite a los detectores del laboratorio distinguir neutrinos tauónicos, una partícula elemental con una masa hasta un millón de veces más pequeña que la del electrón.

Esta es la principal razón por la que, en 1979, Antonio Zichichi propuso aprovechar un túnel de autopista que se estaba haciendo bajo la montaña para construir este templo de la hiper-precisión en una región de alta actividad sísmica. De hecho, al laboratorio se llega tomando un desvío en el interior del túnel.

Desde 2002, hay dentro del laboratorio subterráneo un despliegue semi-circular de 21 estaciones sísmicas, separadas entre ellas varios metros y que atraviesan una falla sismogénica. Sirva todo esto para explicar por qué el gobierno italiano sitúa a veces a estos físicos al frente de su Comisión de Grandes Riesgos.

Tras el letal terremoto de L’ Aquila la comisión fue convocada e inmediatamente después, denunciada por homicidio culposo. El presidente entonces era Franco Barberi, un geólogo y vulcanólogo que dirigía el Departamento de Protección Civil. El 22 de octubre de 2012, Barberi fue condenado a seis años de prisión, prohibición perpetua para el desempeño de cargos públicos y la obligación de resarcir con 450.000 euros a las víctimas de L’ Aquila. La pena era superior incluso a la solicitada por el fiscal y, además de a Barberi, se extendía a los otros seis miembros de la comisión: Enzo Boschi, Bernardo de Bernardinis, Giulio Selvaggi, Gian Michele Calvi, Claudio Eva y Mauro Dolce.

De Bernardinis, al escuchar la resolución del juez condenándole a seis años de cárcel.

Ese fue el día en que Maiani decidió dimitir. «Este es el fin de los científicos dando consejos al estado», dijo el físico. Los otros miembros que sucedían a los condenados en la Comisión de Grandes Riesgos siguieron a Maiani. Sin embargo, quizá no recuerden que Italia estaba en aquel momento gobernada por el llamado Gabinete Monti, una suerte de gobierno compuesto -tras la renuncia de Silvio Berlusconi- por 13 tecnócratas independientes y Mario Monti como presidente interino. Su único objetivo era gestionar la crisis de deuda en Italia y por tanto, las dimisiones no fueron aceptadas y Maiani sólo pudo dejar su puesto a Bertolucci en septiembre de 2015.

En cuanto a los científicos condenados, tras recurrir la injusta sentencia, todos fueron exculpados salvo De Bernardinis, a quien le cayeron dos años de cárcel. El agravante en su caso fue dar una entrevista a una televisión antes de la reunión de la comisión el 31 de marzo de 2009, una semana antes del terremoto, diciendo que no había peligro alguno. La entrevista se emitió tras la reunión de expertos, dando a mucha gente la impresión de que era un resumen de las deliberaciones.

Según el juez, hasta 29 personas pudieron haber muerto en L’ Aquila por seguir los consejos ofrecidos por De Bernardini en esta entrevista. Pero el tribunal de casación entendió que no es plausible que, si alguien está en casa y todo empieza a temblar, vaya a quedarse dentro en lugar de salir corriendo por una entrevista que escuchó una semana antes.

El silencio tras L’ Aquila

Tras este último terremoto en Amatrice, muchos medios han buscado la opinión de estos siete hombres, pero lo que puedan decir ahora no sirve de nada. Quizá habría servido hace unas semanas, meses o años si no hubieran sido defenestrados.

 

Una de las imágenes más impactantes es la de una calle de esta ciudad donde sólo permanece en pie un torreón del siglo XIII. El resto de viviendas, anteriores al siglo XVII, eran básicamente piedra sobre piedra, carecían de estructura y ante el violento temblor cayeron como piezas de un dominó.

Por ejemplo, Gian Michele Calvi, quien ejerce de profesor de diseño estructural en el Instituto de Diseño Avanzado de Pavia, podría haber tenido más voz para que se siguiera en la zona el ejemplo de ciudades como Norcia, muy cercana al epicentro pero donde no ha habido una sola víctima. ¿Por qué? Por el empeño del ayuntamiento en reforzar la estructura de muchos de sus edificios tras un pequeño seísmo en 1997. «Por desgracia, nadie invierte en estas áreas, ya que se están despoblando», dijo esta semana Calvi.

Hay factores que están más allá de la sismología, y es justo ahí donde la política es necesaria. Por ejemplo, otra de las batallas de los académicos es que los edificios sean sometidos a pruebas de riesgo sísmico, algo que parece de cajón en zonas de alta actividad y donde cada cinco años -de promedio- golpea un gran terremoto. Sin embargo, las asociaciones de propietarios son los principales opositores de la medida. «Temían que fuese un nuevo impuesto para sus casas», resumía Bernardino Chiaia, profesor de mecánica estructural en la Universidad Politécnica de Turín, al periódico La Stampa.

Ante estas cosas, ningún comité científico puede hacer nada.

Mauro Dolce debió sentirse en una situación extraña al atender a los medios tras el terremoto de Amatrice. El aún director de la Oficina de Riesgo Sísmico de Protección Civil tuvo que ser, una vez más, el portavoz que saliera a primera hora de la mañana a lidiar con una nube de micrófonos para decir «después del primero de magnitud seis de las 3:36 ha habido otro de magnitud entre cuatro y cinco, más otros 70 de magnitud entre tres y cuatro y otros cien de magnitudes inferiores».

Tras ser absuelto como homicida negligente en noviembre de 2014, Dolce aún tuvo que litigar en los juzgados hasta hace cuatro meses, ya que fue acusado de fraude en la ejecución de la prestación pública por la compra de unos aisladores sísmicos, que se instalaron en L’ Aquila tras el terremoto de 2009. Finalmente, fue absuelto el pasado abril.

Aunque en todas partes se habla de «los siete científicos», lo cierto es que tan sólo Claudio Eva, de 78 años y hoy apartado de la ciencia activa, Enzo Boschi, Giulio Selvaggi y Franco Barberi pueden considerarse sismólogos. Calvi y Dolce son ingenieros.

Hoy, el caso que fue bautizado como Grandi Rischi aún no ha terminado. Tras la resolución que absolvió a Barberi, Boschi, Selvaggi, Calvi, Eva y Dolce, familiares de algunas víctimas presentaron un recurso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. Ahora el único imputado de este nuevo caso Grandi Rischi bis es Guido Bertolaso, un alto cargo al que Berlusconi nombró director del Departamento de Protección Civil. Bernardo de Bernardinis, el único condenado tras la apelación, era, precisamente, su número dos.

Bertolaso fue el hombre que convocó aquel marzo de 2009 a la comisión de científicos y, como sabemos gracias a Vito Corleone, existe una cierta tradición italiana por la que quien convoca una reunión entre enemigos -en este caso, científicos y políticos- acaba resultando ser el traidor.