Poca broma con el 15M

El 15 de mayo de 2011, yo trabajaba como asistente de programación en el Canal Historia, un trabajo estable y cómodo aunque demasiado sencillo: pasaba las programaciones de Excel a otros formatos, las mandaba a los operadores de TV, reservaba vuelos y hoteles al director del canal, esas cosas. Hacía cinco meses que había vuelto de Estados Unidos y, aunque hacía un par de colaboraciones al mes para ABC, veía cómo mis expectativas de trabajar como periodista full-time se me deslizaban entre los dedos, cómo aquello que yo quería como trabajo se estaba convirtiendo en mi hobby.

Aquella semana, no sé cómo, me vi atraído por la muchedumbre en Sol. Cada día, salía del trabajo en Pozuelo de Alarcón a las 7 de la tarde, tomaba el cercanías y me bajaba en Ópera. Pasaba en la Acampada hasta medianoche, dando vueltas, tomando notas en una libreta y haciendo fotografías con el móvil. Aquella semana dormí poco y comí poco, pero fui tan feliz. Acabé retransmitiendo la Acampada Sol (así lo llamábamos entonces) para mis por entonces pocos seguidores en Twitter y escribí un reportaje de más de 6.000 palabras que nadie me había encargado. Por primera vez en muchos meses me sentía reportero y aparecía cada mañana felizmente ojeroso en el trabajo. Y no sólo eso.

Además, dejé de esperar.

A finales de ese verano, comencé a mandar propuestas a la recién nacida Jot Down y en octubre debuté con este reportaje.  Poco después dejé el trabajo, el único contrato indefinido que he tenido en los últimos 9 años, para hacer una sustitución de apenas 2 meses en la agencia SINC, trabajando como periodista científico, y luego me lancé a la piscina de ser freelance.

Desde luego, el 15M no creó nada. Todo lo que había dentro de mí ya estaba antes. Pero me hacía falta una patada en el culo, y la recibí esa semana. Así que, cuando veo a alguien preguntarse «de qué ha servido el 15M» me tengo que callar y pensar en que ahora no tengo tiempo para responder adecuadamente, porque tengo cosas que hacer.

 

 

[He vuelto a leer aquel reportaje que hice sobre la semana en Sol. Bueno, en general no me avergüenza, me gustan muchas partes, pero desde luego es demasiado largo, pomposo, falto de edición, sobrado de valoraciones personales, fruto de un Antonio cuatro años más joven, más inexperto, más desbocado y más cabreado… pero bueno, me sirve para ver en qué cosas he mejorado y en cuáles sigo cayendo. No pasará a la historia -ni siquiera a la mía propia- como obra periodística, pero contiene muchos apuntes de aquellos días que, vistos hoy, resultan curiosos. Si a alguien le interesa leerlo, pulse aquí].

De la cerilla al puente

Estamos en una habitación a oscuras y de vez en cuando vemos una cerilla encenderse aquí y allá, vemos durante un par de segundos un trozo del cuarto y a partir de esos fogonazos tratamos de imaginar cómo es el resto. Como dijo Pynchon, «desconocemos el alcance y estructura de nuestra ignorancia». Así me siento sobre algunos temas que me gustaría escribir.

En el trabajo, como en el sexo, por mucha pasión que se ponga en cada acto, la acumulación lleva a la rutina. Los reportajes se vuelven mecánicos, hay un tema concreto, se habla brevemente con quien está al cargo, con quien está a favor y con quien está en contra. Datos y opiniones se trenzan con un párrafo inicial y uno final, a veces brillantes pero basta con que cumplan su función. Pero uno siempre quiere aspirar a algo más, a otra habitación oscura.

Hace poco el Guardian anunció una campaña dedicada exclusivamente al cambio climático, prometiendo una cobertura más extensa y una mayor presión a fundaciones -como la Wellcome Trust o la Bill & Melinda Gates- que tuviesen participación en empresas de combustibles fósiles. Pisa bastante la frontera entre periodismo y activismo, si es que esa frontera existe, pero Alan Rusbridger dijo algo muy interesante a propósito de la misma. Traduzco el comienzo de su artículo:

«El periodismo tiende a ser un espejo retrovisor. Preferimos tratar con lo que ha sucedido, no con lo que está por venir. Damos prioridad a lo que es excepcional y está a la vista sobre lo que es normal y está oculto.
Es por todos conocido que, como tribu, estamos más interesados en el hombre que muerde a un perro que al contrario. Pero incluso cuando un perro planta sus dientes en un hombre, hay al menos algo nuevo que reportar, incluso si no es muy notable o importante».
Puede haber otras cosas extraordinarias e importantes sucediendo -pero pueden estar ocurriendo demasiado lenta o invisiblemente para los impacientes tic-tac de las redacciones, o para atraer la atención de un lector con prisa en su camino al trabajo».

He escrito bastante sobre cambio climático, especialmente cuando estuvo tan de moda hace unos años, pero aún ahora. He hablado con científicos de todo tipo, con políticos, con escépticos, con economistas… pero es cierto que al final ves esos puntos inconexos: una pieza en este suplemento, otra seis meses después en esta página web, luego una entrevista que sale un día cualquiera en el periódico, a las tres semanas un reportaje en otro lado. No hay esa Grand Narrative y eso, como dijo Lyotard, nos pone nerviosos. Y luego está la sensación de contar algo que nadie va a ver, algo parecido a escribir SciFi. No sé, te planteas si realmente escribir sobre cambio climático en los periódicos sirve para algo más que para haber aburrido -o peor, polarizado- a mucha gente durante demasiado tiempo.

También te planteas si existe un límite de complejidad en el periodismo, una línea roja a partir de la cual las investigaciones o los conceptos se vuelven tan enrevesados que hay que dejárselos a la justicia o a la ciencia, a los expertos, y esperar que éstos nos devuelvan algún día una pepita de oro, algo importante, pero asequible, que entregar al público.

Mi opinión a día de hoy es que sí que existe ese límite. Pero al mismo tiempo, creo que es elástico y que de alguna forma lo vamos empujando, aunque algunos dan a veces la impresión de estar ampliando el límite inferior de la complejidad.

La estructura fraudulenta del caso Watergate, paradigma de la investigación periodística con sus ladrones de poca monta y sus miembros del Comité para la Reelección del Presidente Nixon, parece hoy un juego de niños comparada con las obras de ingeniería financiera de empresas como Lehman Brothers, con docenas de sociedades pantalla afincadas en paraísos fiscales de medio mundo moviendo millones de aquí para allá a través de testaferros de códigos que representan a otros testaferros que actúan en nombre de un narco o una baronesa… no sé, se puede aspirar a investigar esas cosas y de hecho se hace, aunque es imposible hacerlo al modo tradicional.

Al periodismo le está pasando, con varias décadas de retraso, lo que a la ciencia. En el siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, la ciencia era llevada a cabo por lobos solitarios, gente de buena familia que se dedicaba a investigar sobre física o biología de una forma ilustrada, pero amateur. Igual que el mejor reporterismo de otra época dependía de un polaco o un Leguineche aventurándose en países exóticos con regímenes despóticos. Pero ya no se puede trabajar así, el romántico periodista mirando el atardecer africano con su cuaderno en el bolsillo ya no descubre nada salvo nuevas perspectivas de su ego. El mundo ha sido explorado e incluso en el país más recóndito hay una legión de blogueros locales destapando injusticias, ¿qué pinta usted ahí, hombre blanco?

No, igual que la ciencia, el periodismo necesita profesionalizarse para abordar la complejidad. Necesita métodos, necesita estructuras, necesita poder agrupar distintos tipos de talento en el mismo equipo, a veces de países diferentes y a veces de medios semejantes, acostumbrados hasta ahora a competir por la exclusiva. Pero bueno, también los científicos de universidades rivales tienen su ego y sus motivaciones para ser los primeros que descubran algo, sólo que han aprendido que si quieren descubrirlo realmente, no pueden hacerlo solos.

Domar nuestro ego profesional para conseguir cosas va a ser el mayor cambio de paradigma. Dejar de ir por la vida de ilustrados chupatintas dipsómanos trasnochadores y zombies de cafetera, ser percibidos como grises ingenieros.

Porque al final es lo que hacemos, construir puentes entre la ignorancia de un tema y su conocimiento, con personas y datos en lugar de hormigón, pero puentes al fin y al cabo, puentes que cada vez son más complejos y requieren centrarse cada vez más en la seguridad de los materiales, fiabilidad de las estructuras y facilidad de paso. Está bien, al final podemos poner unos remaches dorados o unas plumas de colores, en recuerdo del artista que fuimos.

Pero lo fundamental es que la gente cruce y no se despeñe.

Amar al New Yorker por las razones equivocadas

Me compré el New Yorker en el aeropuerto, como suelo hacer casi siempre que viajo solo. Durante una época, un par de temporadas más bien, estuve suscrito, pero nuestra relación era insostenible. Cada semana llegaba al buzón, abría el sobre, acariciaba la portada, ojeaba la revista, valoraba mentalmente qué iba a leer seguro, qué me convendría leer aunque no me llamara la atención y qué no iba a leer de ninguna forma. Luego la dejaba sobre la mesilla y cuando me quería dar cuenta ya tenía otro ejemplar en el buzón y un montón de revistas antiguas junto a la lámpara en proceso de cuartearse.

Lo dejamos y un tiempo después volvimos, esta vez en modo exclusivamente digital. Daba igual, se me seguía acumulando el trabajo. No podía dedicarle el tiempo que merecía. Así que lo volvimos a dejar. Y ahora sólo tenemos estas relaciones esporádicas, aunque muy intensas.

Reconozco que había mucho de postureo en la relación, al menos al principio. No sólo equivalía a salir bajo el sobaco con la más inteligente de la clase, también con una de las más bellas. Le daba a uno un estatus.

Es verdad que no la he leído tanto como me hubiese gustado, pero al menos lo hice durante el tiempo suficiente como para crear mis propias mitologías:

Atul Gawande, casi siempre.
Philip Gourevitch o Evan Osnos, a veces sí, otras no.
Alex Ross, me gustaría presumir de leerlo pero no me sale.
John McPhee, me tatuaría sus reportajes.
David Remnick, gran reportero, editor mediano. Especialmente, comparado con alguno de sus antecesores, como Robert Gottlieb o George Plimpton.
Seymour Hersh, tan lejos en el firmamento profesional que uno ni siquiera puede aprender nada leyéndolo, ni siquiera puedes envidiarlo. Aún así, y pese a estar en la misma estantería del Parnaso, me quedo con McPhee.

Y así, en plan quinceañero.

Hemos escuchado muchísimo el nombre de la revista en estos tiempos de mesas redondas de nuevos medios. Se relaciona con el contenido de calidad que todos los nuevos (y viejos) medios prometen. Es verdad que Jot Down fue el único medio que cometió la torpeza -o la ambición- de decir su nombre en alto, y muchos de los que empezamos a escribir ahí lo hicimos con esa fantasía en mente, pero la influencia del New Yorker es patente en otros medios digitales de reciente aparición.

Pero se diga en voz alta o no, seguir los pasos de un producto así es imposible. Además es doblemente imposible si uno quiere ser The New Yorker por los motivos equivocados, si la percepción que tiene uno de la revista contiene vaguedades como «reportajes largos y bien escritos». Me encantan cuando dicen «bien escritos». La madre que los parió.

Como ejemplo de esta perniciosa mentalidad, el otro día escuché a este Pablo Echenique, el de Podemos, en un programa de televisión mañanero. Andaba desgranando esta loca idea suya de calificar a los medios según su calidad, en fin. La televisión estaba de fondo así que no presté demasiada atención hasta que una palabra suya me recorrió el espinazo: «Fact-checkers». ¿Por qué un término así, tan de nicho, acaba siendo sacado a airear por un político aspirante?

Mil veces lo he escuchado. Fact-checkers. Qué por culo damos los periodistas con The New Yorker y su mitológica sección de fact-checkers. Curiosamente, nadie menciona a Der Spiegel y sus 80 fact-checkers o a The Atlantic, que se verifica igual de concienzudamente. Pero sí, si algo no está súper-verificado, no me lo leo, a ver si me la van a dar con queso. Venga hombre.

Sepan una cosa, un fact-checker normalmente no está ahí para complacer al lectorcillo que lo lee desde su casa. Está para que los abogados de la persona o empresa o administración sobre la que se escribe no puedan crujir a la publicación. Para lo otro, para la verdad factual, basta con un periodista competente y un buen editor. Que los hay, y es un placer que te aprieten las tuercas, pero en España no abundan. Aquí tenemos más editores del tipo libélula. Más editores cabrones y menos fact-checkers es lo que hace falta. Porque, entre otras cosas, es ridículo preocuparse de que haya alguien verificando un texto y no alguien que diga: ese texto es una mierda, igual que la idea que lo inspira. Dale una vuelta. Trae más datos. Búscame otra cosa. No vuelvas a aparecer por aquí.

[Un inciso. Una de mis grandes analogías caseras es que el periodismo de calidad tiene que ser como el vodka de calidad. Triple destilación. Si un medio saca a la luz un texto sin que nadie aparte del autor lo haya leído, por mucho que ese autor se llame Macedonio Fernández, Manuel Jabois o John Steinbeck, ese medio no puede denominarse de calidad. Lo hará, pero no puede. Igual que si uno coge las mejores patatas de Finlandia y sólo las destila una vez, no tendrá un gran vodka finlandés sino un gran matarratas. Es objetivamente de mayor calidad un texto escrito por un becario lituano, griposo y que lleva dos semanas en España pero está revisado por el propio autor, por un corrector y por un editor. Triple destilación.

Y sí, este texto que tienen entre manos sólo lo ha editado un servidor, ergo califica como matarratas. Cuidado con difundirlo].

Volviendo al New Yorker. He leído en el avión a Lisboa un reportaje maravilloso de Stephen Rodrick sobre Allison Jones, una directora de ‘casting’ especializada en buscar nerds para las comedias tipo Judd Apatow o The Office. Es fantástico. El redactor la siguió durante varios días y varios castings, comió con varios de los directores que la empleaban para descubrir que ya sabía más de ella que los hombres con los que llevaba 25 años trabajando. Eso es. Me encantan esos perfiles, los que te explican una industria o una empresa por dentro, y no a través del líder sino de alguien que, pese a ser fundamental, está en la sombra. Si entrevistas a Cristiano Ronaldo no vas a obtener más que lugares comunes, si entrevistas a un limpiabotas que estuvo 25 años en el Real Madrid y se jubiló en 1991, resultará irrelevante. Pero entre ambos hay un término medio, un personaje oscuro e imprescindible, alguien que lo sabe todo. Y el New Yorker es especialmente brillante en encontrar a esos personajes.

No negaré que trato de imitar esta forma de trabajar todo lo que puedo, me vuelven loco estas historias, producirlas y consumirlas. El tema del que nadie habla nunca es de lo caro que resulta hacer un buen reportaje. Literalmente, miles de euros. Y aquí en España casi nadie paga más de 300 euros. Es decir, que para un freelance, los grandes reportajes se miden en pasta que has palmado haciéndolo.

También he leído una pieza de Jonathan Franzen sobre si el empeño por el cambio climático está dejando de lado el conservacionismo. Si han leído ‘Libertad’ sabrán que una parte del libro habla mucho de salvar especies de pájaros amenazadas. Es un artículo larguísimo y una excelente reflexión. Además, Franzen viaja a Costa Rica a hablar con Daniel Janzen, el vetusto biólogo norteamericano promotor del Área de Conservación Guanacaste. Entrevisté a Janzen y a su esposa para ABC cuando pasaron por Madrid a recoger un premio, hace ya 2 ó 3 años. Franzen pasó varios días charlando con él en su cabaña costarricense. Ese tipo de cosas son las que hacen del New Yorker el New Yorker. Pero bueno, a lo que iba. Entre las miles de palabras de este artículo de Franzen, resaltan algunas frases bastante vagas como «algunos gobiernos [¿cuáles?] dicen lo mismo que hace diez años [¿por qué diez?] sobre el cambio climático» o que «las especies de pájaros [¿cuáles?] se han adaptado bastante bien [en general] a los cambios [¿a todos?] en los últimos millones [millones] de años«. Digamos que los fact-checkers han sido bastante benévolos al mantener estas apreciaciones.

Pero eso es lo bueno de leer de cerca el New Yorker. Que uno lo desmitifica. Lo que no significa apreciarlo menos, sino mejor. Es un milagro editorial de casi un siglo de duración, pero por supuesto tiene artículos flojos o erróneos, más de los que usted piensa, así como viñetas que no tienen sentido o puñetera gracia o artículos directa y grotescamente plúmbeos.

En un reportaje de 2009, John McPhee contaba sus experiencias con el departamento de fact-checking. Hay una anécdota enternecedora con una de ellas, Sara, que empleó cinco semanas a tiempo completo para verificar una anécdota sobre un globo incendiario japonés que cayó en el tejado de un laboratorio. Pero esto no es lo común, cualquier editor normal habría borrado la anécdota y listo. Es algo excepcional que una persona hace cuando lleva años trabajando con un autor, al que respeta y que la hace sentirse importante, vital, imprescindible. Esas cosas sí que me dan envidia del New Yorker. Por eso, las revistas no deberían decir que quieren aspirar a ser el New Yorker, sino que aspiran a ser dentro de 90 años lo que el New Yorker es ahora mismo.

Y la última, también relatada por McPhee. En una ocasión, el New Yorker cometió un grave error y dio a una persona por muerta cuando en realidad estaba viva. Esta persona, que estaba en una residencia de ancianos, leyó sobre su propia muerte y escribió a la revista muy enojada solicitando una corrección, y desde la revista, obviamente, le prometieron incluir una rectificación en el próximo número. ¿Y saben qué pasó? Durante esa semana, aquella persona murió. Así, El New Yorker le colocó a sus lectores el segundo error en dos semanas.

La entrevista no es un arte, salvo cuando es el séptimo arte

Siempre me he tenido por un entrevistador no especialmente brillante. En una de mis primeras prácticas, hace 10 años, me enviaron a Carabanchel Bajo con una compañera del máster para hacer un artículo sobre las quejas de los vecinos por la reciente instalación de parquímetros. En el tiempo que yo tardé en hacer contacto visual con el primer parquímetro, ella había entrevistado ya a seis personas en esa misma calle, de distinto género, rango de edad y ocupación. Entonces, yo realmente pensaba que la capacidad de entrevistar era algo innato, que yo no la tenía y que para mi carrera resultaría un hándicap que tendría que tratar de compensar de alguna manera, como ocurre con la miopía.

Qué estúpida forma de pensar, ¿verdad?

En estos años he consultado -especialmente en mi etapa más primeriza- algunos manuales y he asistido a algún que otro taller, es decir, charla. De todos aquellos consejos, probablemente el único útil es uno que me dio un reportero de Nature:

«Si alguna vez entrevistas a un paleontólogo y no consigues sacarle nada interesante, pregúntale por el eslabón perdido».

Tampoco hay que despreciar esa noción de que las pilas de la grabadora no tienen dentro un Demonio de Maxwell haciéndolas funcionar ad aeternum. Pero la única forma de recordar esto es, precisamente, quedándote sin pilas en mitad de una entrevista y viéndote obligado a tomar notas tan frenéticamente como un médico al que le estuvieran exorcizando la mano justo encima de una receta.

En una reciente Semana de Pasión, he llegado a hacer hasta cinco entrevistas al día para cinco historias diferentes en diferentes estados de producción y para cinco medios diferentes. Realmente me sentía cerca de colapsar mentalmente y no se pueden extraer muchas lecciones de esto, salvo que los límites del colapso mental son sorprendentemente elásticos.

Lo que quiero decir con todo esto es que entrevistar a alguien no es ningún arte. Cocinar puede llegar a ser un arte, pero esto no es cocinar, esto es como ir a comprar la comida. Preparar una lista de ingredientes, pensar bien en lo que quieres conseguir y hablar al pescadero de forma que comprenda que, aunque tú no eres pescadero, conoces el producto lo suficiente como para ofenderte si te sugiere llevarte a casa esos arenques de anteayer.

Sobre entrevistas recuerdo una recomendación que, con el tiempo, ha adquirido en las redacciones rango de ley natural. Quienes no lo han leído en un manual, lo han descifrado del rictus de un redactor-jefe al decirle algo como «te enviaré la entrevista en cuanto el entrevistado le dé el visto bueno a la transcripción».

Por ejemplo, este Manual de Periodismo, de Vicente Leñero y Carlos Marín, publicado en 1986: «En el común de los casos, el periodista no debe comprometerse a mostrar al personaje la entrevista antes de ser publicada».

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¿Por qué hemos seguido perpetuando esta estúpida regla? Obviamente, a veces es imposible, por ejemplo cuando trabajas en prensa diaria o en internet, pero les diré una cosa. En periodismo de ciencia, no enviar la transcripción cuando existe una cierta duda es generalmente la antesala de una catástrofe. Porque incluso transcribiendo textualmente dentro de unas comillas lo que un científico te ha dicho, el fuego de la incompetencia alimentado por la gasolina de las prisas es capaz de reducir a cenizas el sentido de ese entrecomillado rodeándolo de malas interpretaciones.

Además, es paradójico que los periodistas nos vanagloriemos tanto con eso de Buscar La Verdad pero, en el momento crítico, pongamos por delante cosas como Preservar El Orgullo no mandando al entrevistado sus declaraciones para que les eche un ojo.

Hay otro aspecto, además. La gente cambia cuando está delante de una grabadora, a veces se vuelven tímidos, o sobreactúan. A veces dicen cosas de las que se arrepienten o podrían arrepentirse. Mucha gente en el oficio opina que lo que alguien dice delante de una grabadora no tiene vuelta atrás. ¿Es un exabrupto más verdadero que una reflexión? No lo sé, hay muchos matices. A mí también me ha pasado que alguien te diga, al mandarle el texto, «¡está todo mal, no le doy mi consentimiento a que se publique ni una sola palabra, que mi nombre no salga ahí!» y tengas que decir «mire, lo siento, esto es lo que hay», pero sí tengo claro que al menos hay que darles la oportunidad.

Otra cosa importante. Las comunicaciones por correo electrónico con los entrevistados. Siempre se minusvaloran. Lo he escuchado tantas veces, de tantos maestros de periodismo: Si es posible, presencial, si no, por teléfono. Evitar el correo electrónico, y si se hace, debe hacerse notar en el texto.

¿Por qué es esto? Por la misma razón que lo anterior. Porque en persona o por teléfono uno puede soltar una burrada, perdón, un titular, más fácilmente. Hay una cierta desconfianza de estos maestros de periodistas a la respuesta sosegada que uno hace en un e-mail, es como si nuestra misión no fuese explicar el mundo sino ponerle a los entrevistados cerillas en las uñas, preguntarles y repreguntarles y ser impertinentes hasta que suelten un «¡me cago en su reputísima madre!» que puedas poner en portada a letra tamaño 72.

Una visión ciertamente infantil de este oficio, me parece, aunque para algunas cosas -como vender- funciona. Pero de nuevo, no nos engañemos, no se busca la verdad sino el volumen.

Yo, desde luego, disfruto haciendo las entrevistas en persona. Sin duda, todos los matices, expresiones, todo está ahí. Pero por favor, que nadie desprecie el correo electrónico. En los últimos meses he tenido experiencias poco agradables con personas -o gabinetes de prensa- que no estaban contentas con cosas que había publicado, por decirlo suavemente. Me acusaron de haberles engañado, de tergiversar sus palabras, de no decirles que eso se iba a publicar, de no decirles dónde se iba a publicar, de publicar algo sin darles la oportunidad de rebatirlo, etcétera. Y en algunos casos, dijeron que me iban a denunciar.

Y créanme, no siempre sirve decir que tienes grabado aquello que has publicado, porque todas esas conversaciones telefónicas previas, todos esas explicaciones preliminares a la entrevista que haces mientras remueves el café en un céntrico hotel… todo eso son Rayos-C brillando en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Pero todos los correos electrónicos explicando específicamente qué quieres, dónde va a salir publicado, cuándo y por qué, todos esos correos pidiendo echar un vistazo a la transcripción… ah, bendita hemeroteca privada.

Aprendices y becarios

A finales de verano de 2002, poco antes de cumplir los 21 y cuando aún estudiaba para filólogo en Córdoba, comencé a hacer colaboraciones para la delegación local del ABC. Se trataba de hacer crónicas de partidos de regional preferente, principalmente siguiendo al Peñarroya, el equipo de mi pueblo.

Es una línea que nunca suelo mencionar, en parte porque mi paso posterior por ABC en Madrid -como becario, redactor por obra y colaborador desde hace años- fagocitó curricularmente este acercamiento iniciático. Pero sobre todo, porque en aquella época acabar siendo periodista se me antojaba una empresa irrealizable. Tenía esta provinciana fascinación por la prensa, claro, pero veía las redacciones como parnasos habitados por las personas que más saben y mejor escriben del país -una ensoñación juvenil que mantuve hasta que entré en ellas por mi propio pie- y qué pintaba yo ahí.

La persona que hacía estas crónicas se fue a vivir fuera y, de carambola, la oportunidad cayó en mis manos. Me pagaban 30 euros cada vez que se acordaban. Las crónicas eran muy cortas, a veces de sólo cuatro o cinco frases. A veces eran tan estrechas que no cabía la firma completa. Realmente no había espacio para florituras, para darle mi estilo o mi toque personal. Que hay que sacrificar siempre el ego del escritor en virtud del texto -no sólo el informativo- es algo que uno descubre cuando lee a Flaubert, por ejemplo, pero a decir verdad, lleva años comprenderlo y más aún aplicarlo. Este fue un buen correctivo.

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Aquel primer domingo, llegué un rato antes al campo de fútbol. Llevaba una libreta y un bolígrafo en el bolsillo. Había un señor descamisado en la puerta vendiendo las entradas y yo, avergonzado de decir que iba como reportero, acabé pagando la entrada las primeras cinco o seis veces.

Merodeé por el rectángulo de juego, terroso e inclinado en los bordes para evitar los charcos, inspeccioné la caseta de obra donde se cambiaba el trío arbitral, las escaleras de mano herrumbrosas por las que se subía a cambiar el marcador, el bar-kiosco donde lo único que se servía era agua, cerveza, cubatas, patatas fritas y la especialidad: un trozo de chorizo regado con alcohol de farmacia y prendido con mechero. Chorizo al infierno.

Antes de que el balón se pusiera en juego, ya me preocupaba no tener ni idea de los nombres de los jugadores. ¿Dónde obtiene uno esa información? Pregunté a un señor a mi lado los nombres del Peñarroya, pero sólo se sabía la mitad y ni siquiera sabía si se correspondían con los números de las camisetas. ¿Y los otros? ¿Y los rivales? Fue mi primera crisis, y duró todo el partido. ¿Con qué tipo de crónica iba a presentarme? Al acabar fui preguntando como loco a todo el mundo, y ahí conocí al otro reportero que había allí aquella mañana. Me dijo que, minutos antes del partido, un delegado siempre dejaba al tío del bar media cuartilla manuscrita con los titulares y suplentes de ambos equipos y sus números.

Aquel otro cronista escribía para el diario Córdoba, el más leído de la provincia. Se llamaba Reyes y llevaba varios años cubriendo al equipo. Hace un tiempo descubrí que había abierto un pequeño supermercado y lo de escribir era un trabajo de fin de semana, pero por aquel entonces era lo más parecido que había visto nunca a un periodista real, me infundía respeto. Le observaba sentarse en un sitio determinado de la grada de hormigón y pensaba si la experiencia le había demostrado que era el mejor sitio posible del campo. Por tanto yo buscaba el mismo sitio, pero en la parte opuesta. A veces se acercaba a mí y me preguntaba por algún detalle: «¿Ha marcado el 6 ó el 11?», «¿Cuántas amarillas ha sacado?»

En el fondo eran nimiedades a las que un lector no dedica ni medio segundo, pero emanaba del gesto un cierto compañerismo y un enternecedor intento de ser rigurosos hasta en lo más banal.

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Aunque, poco a poco, me iban dando más espacio, hubo tantas cosas que quedaron fuera de aquellas crónicas.

Un anciano poniéndole una zancadilla con el bastón a un juez de línea. Mañanas heladas en las que se escuchaban más los gritos de «¡goooool!» de los propios jugadores que los del público. Una bronca monumental en el derbi contra el Pozoblanco donde se lanzaron objetos -latas de Fanta- a jugadores rivales y guardias civiles, que resultó en una sanción que clausuró una jornada el estadio y nos obligó a todos a desplazarnos, cual tramoyistas, a Espiel, el pueblo de al lado. Un árbitro de Jaén que se apellidaba Liébanas Johnson.

Mi trabajo terminaba cuando, el domingo por la tarde, recibía la llamada de un redactor, siempre apresurado y al que nunca puse cara. Sacaba mis notas e iba dictándole el resultado, las alineaciones, los cambios, las amonestaciones o expulsiones y los goleadores. Un titular sin dobleces y un puñado de palabras, entre cuatro frases y cuatro párrafos. Al principio lo hacía con nervios, pero a mitad de temporada era capaz de hacerlo de memoria, incluso mientras conducía.

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Sabía que era un descastado que, desde los extrarradios del reporterismo, dedicaba el domingo por la mañana a hacer una contribución irrelevante al registro de la historia. Pero me sentía tan bien.

He sido un periodista becario muchas veces en mi vida -en ABC, en EFE, en SINC, en Comunicación de la Facultad de Veterinaria de Texas A&M- pero sólo aquella vez fui aprendiz de periodista. Como aprendiz aprendí realmente a practicar el oficio, en su estado más puro. Como becario aprendí a comportarme como un periodista, cómo se organizaba la gente en una redacción, cómo se llamaba por teléfono para pedir una entrevista, cómo se usaban esos programas de maquetación… cosas útiles, qué duda cabe, para el trabajo que desempeñaba. Pero más relacionadas con la piel que con el tuétano.

Por ejemplo. Una vez, como becario de Cultura en ABC, año 2006, me mandaron a la Feria del Libro a hacer una «crónica de ambiente». Fui al Parque del Retiro y regresé a las 4 horas con muchas descripciones de gente haciendo cola, testimonios de lectores sobre el calor pero apenas un par de conversaciones con escritores. ¡Inaceptable! Encima una de ellas era Almudena Grandes. ¡Doblemente inaceptable! Yo estaba avergonzado, debí haber preguntado antes de ir. ¿Pero qué ocurrió entonces? Los compañeros de la sección, benditos sean, empezaron a mirar sus agendas y me pasaron el móvil de dos o tres escritores que habían estado firmando ese día, incluido Mingote. Los llamé por teléfono, me atendieron encantados, y media hora después tenía la crónica impecable que ellos querían.

En definitiva, un becario siempre tiene esa red de seguridad. En un gran medio, las propuestas de temas o peticiones de entrevista llegan solas a la bandeja de entrada, hay un redactor jefe que le manda misiones adecuadas a su talento o a su inexperiencia, hay alguien que le aconseja, que le edita, que le perdona. O que le echa una bronca, pero luego le resuelve la papeleta.

La curva de aprendizaje del becario es irrealmente suave.

Cuando hacía crónicas de regional preferente no tenía nada de eso. Daba igual que tuviera 20 años y fuera estudiante, cuando el redactor te llamaba tenías que tener una crónica para cantarle, no había otra opción. Tenías que buscarte la vida, aprender a gestionar tus frustraciones, tejer tus redes, saber que no importaba nada que te pagaran poco o que hiciera frío o que tuvieras resaca o que fuera tu cumpleaños. Nadie me preguntó si sería capaz de hacerlo la primera vez, eso se daba por supuesto.

Todo esto no es, como quizá estén esperando, un alegato en contra de los sistemas de becarios. He aprendido mucho siendo becario, y conservo buenos amigos que antes eran mis jefes-instructores.

Todo esto es una reflexión sobre lo difícil que es adquirir ciertas habilidades, esenciales para el periodista pero refractarias a ser encorsetadas en un método académico. El olfato, la gestión de una crisis en medio de la nada, qué dar y qué esperar de un compañero, cómo detectar historias o llegar hasta personajes que están fuera del sistema mediático, que no tienen un correo electrónico o un gabinete de prensa pero tienen relatos fantásticos que nunca han contado a un periodista, como éste, éste o éste.

Ojo, si las llegué a publicar fue gracias a las habilidades, recursos y contactos que obtuve como becario. Pero si las encontré y las escribí fue, en buena medida, gracias al aprendizaje de aquel año en que hice crónicas a la intemperie.

Al final, son las historias que tienen más posibilidades de nunca jamás haber sido escritas.

 

The P-Word

Ayer estuve, como tanta otra gente del gremio, en la charla de Jill Abramson. Alguien a quien sin duda merece la pena escuchar aunque, a decir verdad, no disfruté mucho del sarao. En mi salvaje imaginación, esperaba oír cosas sobre cómo se prepara durante seis meses un tema como Snow Fall, si le decepcionó no haber dado cobijo a los archivos de Snowden o cómo piensa financiar ese nuevo proyecto digital, con el que pretende darle cada mes 100.000 dólares a un reportero para investigar un tema.

Finalmente, la charla fueron sobre todo loas al periodismo de calidad -algo imposible de definir, aunque cuando lo tienes delante lo sabes- y su importancia, las historias largas, bien contadas (lo sé) y demás clichés. Algo comprensible, dado que una parte de la audiencia eran estudiantes ávidos de mitos y la otra periodistas profesionales ávidos de autoestima.

Mucha gente salió de allí diciendo que había sido una charla inspiradora, pero a mi edad ya he descubierto que lo único capaz de inspirarme en este trabajo es la envidia, ese «joder, yo quiero hacer eso: escribir así de bien y sobre cosas así» que se te escapa entre dientes al leer un trabajo espectacular.

Sin embargo, volviendo al tema, algo me llamó mucho la atención. No lo verán en las crónicas del evento, fueron apenas dos minutos de su charla. Abramson habló de la publicidad nativa o native advertising, que no es otra cosa que reportajes realizados por el medio y financiados por alguien que no es ni el medio ni el lector. Me llamó la atención el aplomo y la tranquilidad con que hablaba del tema. Generalmente, en las redacciones se habla de esto con la boca pequeña, las manos en los bolsillos y la punta del pie haciendo círculos sobre la moqueta. Pero ella parecía no tener conflicto interno alguno, quizá porque no tenía nada que demostrar.

Esto dijo Abramson, la traducción es mía:

«…esa habilidad, la narrativa, añade un premium ahora mismo, en lo que tiene que ver con la publicidad, ya que estoy segura que en España, como en Estados Unidos, todo el mundo está hablando del native advertising o branded advertising. Y realmente, toda esa publicidad es storytelling. Publicidad que no quiere parecer abiertamente un anuncio, que quiere parecerse más al periodismo y a las historias. Una publicidad un poco más sutil sobre cómo quiere fomentar su marca, pero basa su éxito en la habilidad de un escritor para contar una historia clara, convincente y atractiva. Lo que me preocupa del native advertising es cuando engaña a los lectores, cuando se presenta en una revista o un periódico sin nada que lo diferencie de las noticias o el contenido periodístico de la página. De lo que he visto en el New York Times, ciertamente no intenta confundir a los lectores, pero se parece mucho a las historias periodísticas, y es una forma de publicidad que se ha convertido en un negocio de muchos millones de dólares, al menos en los EEUU, y si aquí no ha llegado con la misma ferocidad estoy segura de que lo hará. Para tener éxito y tener una pieza de publicidad nativa atractiva, tienes que tener redactores experimentados y storytellers que sepan cómo crear esa publicidad […] Condé Nast, la editorial de Vogue, Vanity Fair o el New Yorker, hizo un gran anuncio diciendo que iban a tener un departamento interno de redacción de publicidad nativa, y que en algunos casos iban a emplear a sus propios redactores para escribir algunas piezas, debido a la gran demanda. Por ello, cuando digo que la habilidad narrativa es comercializable no sólo me refiero a dentro de las noticias».

Me parece una forma adulta, madura, de enfrentarse a una realidad. Muy americano. Hay un problema ahí, vamos a tratar de sacar provecho. Aquí preferimos seguir negando la mayor y sostener que todo lo que entra en un medio es por iniciativa del propio medio. Ni agenda, ni compromisos, ni anunciantes. Las ideas salen de esas botellas de whisky en el cajón.

Lo cierto es que a lo largo de mis casi diez años como periodista -especialmente desde que soy colaborador- he hecho un puñado de artículos sospechosos, entre cinco y diez. Cuando digo sospechosos quiero decir conflictivos. Muchos no los firmé, pero los cobré, claro. Como he escrito en tantos sitios, creo que no señalo directamente a nadie. Para añadir seguridad, voy a poner un ejemplo ficticio para tratar de ejemplificar los diferentes escenarios y agrupar experiencias.

La empresa de latas de sardinas ACME quiere poner, no un anuncio, sino un publirreportaje. El jefe de turno me llama y me encarga escribirlo, a veces advirtiéndome de la naturaleza del encargo, a veces no.

a) Escenario ideal: Exprimir la idea del artículo hasta que sea periodísticamente decente. Es decir, escribir por ejemplo, sobre la industria de los envasadores de sardinas, citando de pasada a un experto de ACME, junto con otros expertos de la industria o la academia. La primera vez te sientes un poco sucio, nunca es el mejor trabajo de tu carrera, pero si te lo has currado, lo firmas.

b) Escenario probable: Que el artículo no dé para sacar una noticia de ahí y tengas que hablar con ACME -y nadie más, porque no quieren que se cite a la competencia- para que hable de las maravillas de sus latas de sardina. Además, quizá tengas que pasárselo a ACME antes de su publicación para que metan mano. Para estos casos suelo usar iniciales falsas.

c) Escenario cabrón: No te han dicho que era un encargo publicitario y lo haces como si tal cosa. El día de la publicación ves tu reportaje sobre lo beneficiosas que son las sardinas y abajo un faldón que pone que el periódico tiene el domingo una promoción de latas de sardinas ACME. Me ha pasado.

Básicamente, la charla de Abramson me hizo pensar en eso. Todos odiamos la publicidad encubierta, pero ponemos la mano cuando viene repartiendo propina. ¿Podría realmente profesionalizarse, sin traumas, pautarse, sacar lo máximo de ella tanto económica como editorialmente? ¿Crear nuevos puestos de trabajo y vías de financiación para los medios? Y sobre todo, ¿podría servir para dejar de tangar al lector, diciéndole en el penúltimo párrafo, escondido entre dos datos, quién está pagando realmente esta fiesta? Querido lector, latas de sardinas ACME ha financiado este artículo y con ello los próximos dos meses de vida de esta web, cuadernillo, blog, revista, suplemento, lo que sea.

Pero por supuesto, uno no puede mirar a los ojos al lector y al anunciante, de igual a igual, hasta que, como la ex-directora del Times, no tenga nada que demostrar, si no hay ejemplos de periodismo realmente bueno alrededor de la publicidad nativa.

Hay un truco, si se fijan, en ese pedazo de tópico* de la pradera que muchas veces hemos escuchado después de una tanda de golpes en el pecho:

«News Is What Somebody Does Not Want You To Print. All the Rest Is Advertising».

En efecto, yo, como lector, no quiero envolver mis sardinas en un publirreportaje encubierto de latas de sardina, o en una mierda barata sobre los tuits de un famoso, o en un reportaje sin fuentes vivas. Y como yo no quiero verlo impreso, paradójicamente, eso lo convierte en periodismo según esa ley. Podríamos haber empezado por ahí, Jill.

 

* La cita suele atribuirse a George Orwell o William Randolph Hearst, aunque según la página Quote Investigator, el origen está en una cita de L.E. Edwardson, editor del Chicago Herald and Examiner, y es curioso porque pone el foco en los jefes, no en los anunciantes: «Whatever a patron desires to get published is advertising; whatever he wants to keep out of the paper is news».

 

Premio Tecnalia

Ayer estuve en Bilbao en la entrega de los VII Premios Tecnalia de Periodismo, recibiendo una mención de honor por este reportaje sobre la I+D en la industria del vino que publicamos en Innova+ en abril del año pasado.

Aquí, la versión original en PDF.

Como era la primera vez que me daban un premio y no tenía muy claro que hubiera que salir a hablar, al final tuve que salir al estrado e improvisar durante un minuto. Acabé balbuceando un agradecimiento detrás de otro, intercalando frases sobre de qué iba el reportaje y al final diciendo «eskerrik asko» con acento cordobés. Pensaba que era un poco cateto excederme de estas vaguedades.

Pero la verdad es que, más allá del reconocimiento, fue un trabajo muy gratificante. Estuve en una feria de vinos (en el Museo del Ferrocarril) viendo a curtidos catadores escupir un Vega Sicilia de 100€ en escupideras plateadas, hablé con técnicos de denominaciones de origen de aquí y de allá, en persona y por teléfono, y ah, finalmente, pasé una mañana helada recorriendo la bodega de Pago de Carraovejas en Peñafiel, Valladolid.

Así que, después de todo, sí que habrá que agradecerle en algún momento a Óscar Chamorro sus fotos, que han mejorado muchísimo el reportaje, y a mis compañeros del Innova+, Rocío Mendoza, Borja Robert y Edurne Martínez, sin los cuales jamás habría habido reportaje. Al César lo que es del César.

El resto de los agradecimientos, de tan evidentes, son privados.

En librerías, no kioscos

Ya puede encargarse el nuevo libro de Jot Down: «Cien Películas Imprescindibles de Ciencia Ficción», donde your humble narrator hace un par de reseñas. La primera de «La Naranja Mecánica» (Stanley Kubrick, 1971) y la segunda de «Ultimátum a la Tierra» (Robert Wise, 1951).263577534

El libro responde al mismo formato que el anterior «Cien Tebeos Imprescindibles«, donde también podéis encontrar cuatro artículos del menda sobre Hergé y su Tintín, «Like a velvet glove cast in iron» y «Wilson», ambos de Dan Clowes o «Poor bastard» de Joe Matt.

Volviendo a la Sci-Fi. Para recibirlo cuanto antes, podéis encargarlo desde ya en la propia página de Jot Down. En unas semanas lo podréis ver en librerías de todo corte y pelaje.

Recordad que los beneficios del mismo irán destinados a dar de comer a unos cuantos escritorzuelos y periodistuchos muertitos de hambre, ¿qué más queréis?

Afinando con la transparencia

Cuando lanzaron el Portal de Transparencia, el pasado 10 de diciembre, hice unas cuantas peticiones de información.

Es verdad que con algunas -de ser satisfechas- guardaba la ambición de escribir algo a cambio de dinero, como suelo, pero en general las hice por practicar la afinación, aprender qué y cómo hay que preguntar para obtener una respuesta afirmativa, en qué áreas es más probable recibir información, etcétera. Más como ciudadano que como periodista.

Aquí van algunos de los resultados y su moraleja. En las peticiones, las preguntas están planteadas en un tono más formal de como aparecen a continuación. Obviamente.

La primera vez, pregunté al Ministerio de Presidencia: ¿Cuánto se ha gastado este año en publicidad institucional y quiénes han sido los beneficiarios?

Respuesta:

transpa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Moraleja: Conviene leerse la ley 19/2013 antes de pedir información.

Otro día, pregunté al Ministerio de Sanidad: ¿Cuántas sanciones pusieron en 2014 los inspectores de salud pública a bares y restaurantes, y cuáles fueron estos? 

Respuesta:

saludpublica

Moraleja: Preguntar por asuntos con competencias transferidas, como Sanidad o Educación, parece reducir las probabilidades de éxito.

Un par de días después, pregunté al Ministerio del Interior: ¿Cuál ha sido la dotación anual, desglosada, de los nueve Centros de Internamiento de Extranjeros que hay en España entre 2009 y 2014?

Respuesta:

exito

Moraleja: Bingo.

No sé por qué exactamente pregunté eso aquel día. Puede que porque los CIE hayan estado siempre rodeados de un cierto secretismo. Recuerdo ver, en un telediario, un día de puertas abiertas a la prensa en uno de ellos. Daba un poco la impresión de que todo había sido encalado y acicalado ex profeso, les faltó poner un peluche en cada catre.

La tabla no parece gran cosa, y mucho menos enmarcada en un PDF que ni siquiera permite seleccionar la imagen. Es un folio escaneado. Aún así, puede ser una buena vía de información para quienes investiguen este tipo de asuntos. Con un par más de peticiones podría saberse cuántos extranjeros han pasado por cada uno, calcular una ratio de euros invertidos por cada internado. Yo que sé, esas cosas.

Pese a todo, y contraviniendo el deseo administrativo, he invertido un rato en pasar los datos del PDF a un formato accesible, así que si a alguien le interesa investigar sobre este tema, aquí tiene el CSV para descargar.

Por último, he metido los datos en Tableau y he creado esta visualización, por favor, clique en la imagen para ampliarla. Nada del otro mundo, pero ya se empiezan a apreciar posibles hilos de los que tirar.

CIE

 

 

Movidas de la era digital

El periodismo digital esto, el periodismo digital lo otro. ¿Existe ya una guía, tratado, decálogo, recomendaciones sobre dónde poner el hipervínculo? En función de dónde caiga, el horizonte de expectativas del lector vibra con un tono diferente:

Obama publicó el comunicado en su Facebook.

Obama publicó el comunicado en su Facebook.

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