Fuentes

Por poner un ejemplo inmediato. Ayer dejé hecho un reportaje sobre la carrera científica por producir semen artificial, es decir, que una persona infértil pueda, con la ayuda de células madre, tener descendencia sin recurrir a bancos de esperma. Con sus propios genes. Lo podrán leer en un par de días en El Español, pero no quería hablar de esto.

Para esta historia, además de leer una cantidad considerable de estudios y conceptos en Wikipedia para distinguir espermátida de espermagonia, contacté con unas siete personas -desde China a España pasando por Israel o Reino Unido, bendito internet- de las que finalmente acabé entrevistando a tres.

Todas ellas, reputados expertos en este campo, se prestaron a charlar con un periodista al que no conocían a cambio de nada. Y eso, básicamente, es mi día a día y el modelo de negocio de la industria de la información. Obtener algo valioso gratis y venderlo. Muy mal lo hemos tenido que hacer para que el negocio vaya mal con estos mimbres.

¿Por qué lo hacen? ¿Se imagina usted, lector en castellano de este blog, que recibe una llamada de un periodista indonesio o polaco que quiere hablar veinte minutos con usted de un trabajo que igual ni siquiera es suyo? «Soy periodista y tengo preguntas que hacerle». ¿Aceptaría? Pues eso es lo que le ocurre a docenas de personas cuando descuelgo el teléfono y les llamo a su oficina, a veces sin previo aviso porque claro, mandé un correo ayer y no me respondió. ¿Pero por qué iban a hacerlo en primer lugar?

Es un pacto tácito, el de las fuentes, que me maravilla. En los circuitos habituales de cargos públicos, notas de prensa y gabinetes estamos acostumbrados a entrar como en un Saloon y pedir zarzaparrilla, y si no nos la ponen disparamos al techo: «Se negó a contestar a las preguntas de este periódico», como diciendo… ¡Algo oculta!

Una vez escribí a un señor que era como el cronista de la villa en un pequeño pueblo de Almería. Yo estaba siguiendo la historia de un Tiziano que acabó allí antes de la Guerra Civil y por poco fue quemado en una hoguera. Bien, le conté que era periodista y que quería hacerle unas preguntas sobre el tema. El hombre se mostró aturdido por mi, o así lo interpretó él, insolencia juvenil: ¿Qué le hace pensar que puede ir por ahí preguntándole cosas a la gente?

Me dejó chafado, tenía toda la razón. ¿Quién era yo para meterme en su vida y sonsacarle información acumulada durante años de experiencia a cambio de nada? Sin contar con el riesgo de que pueda acabar retorciendo sus palabras a mi antojo y llamándolo nazi o pervertido, como suele ocurrir de vez en cuando.

Por supuesto, algunas palabras amables más tarde, acabé haciéndole las preguntas y escribiendo aquel reportaje, que quedó francamente bien. ¡Pero ojo, porque él quiso!

Obituario genérico de escritor

El escritor se ha marchado rodeado de su familia y sintiendo el calor de millones de fieles lectores, que a través de las redes sociales han expresado su consternación por la pérdida de uno de los escritores contemporáneos que mejor supo expresar los cambiantes movimientos políticos y sociales que, durante las últimas décadas, dieron forma a su país.

La relación del escritor con la literatura comenzó bien temprano. Nacido en el seno de una familia de clase media, comenzó a publicar pequeños relatos en su adolescencia. Como él mismo confirmó en diversas entrevistas, se trataba de lúdicas adaptaciones de las obras de Kafka, Yeats, Sterne o Musil que marcaron su primera niñez.

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El reconocimiento, sin embargo, no le llegaría hasta bien alcanzada la madurez, con la trilogía de novelas que -en palabras de Harold Bloom- le llevarían a desprenderse de ese melancólico principio de ansiedad que marca la influencia poética en el tramo temprano de la carrera del escritor. Aunque alejadas de la experimentación que marcó sus primeros trabajos, estos tres libros aquilataban la madurez de un escritor que supo aunar en sus páginas la erudición académica y la frescura narrativa.

Las últimas dos décadas de su vida estuvieron marcadas por los reconocimientos. Doctor Honoris Causa en varias universidades europeas y latinoamericanas, fueron muchas las voces que reclamaron insistentemente el Nobel de Literatura para el escritor, voces que la Academia Sueca desoyó año tras año. Finalmente, la negativa a incluirle entre los laureados en Estocolmo coloca al escritor, tras la hora de su muerte, junto a ese ilustre grupo de agraviados como Joyce, Borges o Cortázar.

En sus últimas entrevistas, se mostró bastante crítico con la industria editorial y la llegada de las nuevas tecnologías, capaces, dijo, de trastocar la relación ancestral de un joven lector con un veterano novelista como él. «Nunca antes, ni siquiera con el auge del nazismo y el comunismo, la realidad había corrido un riesgo similar de ser deformada por tantos», alertó en su última entrevista, concedida apenas un mes y medio antes de su fallecimiento.

Tanto en su  ciudad natal como en París, Nueva York o Viena, donde el escritor situó parte del argumento de sus obras más celebradas, sus lectores han salido a la calle para dar el último adiós a una voz que se apaga. Para muchos, la voz de la última generación que marcó el destino intelectual de Europa y el mundo.

 

 

[Este obituario está disponible bajo una licencia Creative Commons CC BY 3.0 ES, disfrútelo para rendir homenaje a un autor o autora de reciente defunción adaptando las referencias literarias (aunque sirven para el 90 por ciento de Occidente) o insertando topónimos o nombres de novelas].

Siempre lo hemos hecho así

Así que Playboy ha decidido transformarse en una revista más fina, enfocada a ser lanzada sobre una silla de Mies van der Rohe en lugar de ser metida bajo el colchón con dosis cada vez mayores de acartonamiento. Dado que estoy en la franja superior de edad a la que ahora se dirigen, urbanitas de 25 a 35, con estudios y que todavía se hacen pajas, me dispongo a trazar ciertos paralelismos al respecto, siempre con línea gruesa.

Seguro que la han visto ya, pero incluyo la foto de la última portada para aumentar el tiempo de permanencia en pagina, el engagement y todas esas chorradas.

  

En primer lugar, aplaudo el salto al vacío. No más tías en bolas, ni dentro ni fuera. Si no les sale bien, se hundirán en la irrelevancia -les quedaba poco para llegar. Nunca volverán a los años 70, pero al menos han demostrado tener cierto amor propio y sangre, más allá de los cuerpos cavernosos. Conocemos de cerca cabeceras que tuvieron un pasado glorioso igual que Playboy, y que hoy caen en ventas igual que Playboy pero no han tomado aún una decisión drástica como ésta.

¿Por qué Interviú no se hace más fina en vez de buscar portadas cada vez en pantanales más infectos? ¿Por qué ningún diario deficitario ha apostado, como en EEUU, por una única edición semanal en papel con gran calidad y el resto en web? ¿Por qué aferrarnos a tradiciones absurdas como si ABC conserva o no la grapa, cuando parece más cercano el día en que veamos un ABC sin periodistas, pero aún con grapa? Etcétera. 

Aquí en España todos estamos intranquilos, pero no lo suficiente como para plantear un golpe de timón como éste de Hugh Hefner, que básicamente anula la base fundamental de su negocio, aquello por lo que era conocido, para seguir existiendo.

Playboy ha decidido que, ante la enorme oferta de tetas y coños gratis en internet, había que levantar un muro. Aquello es zafio, lo nuestro es sensual. Aquello es gratis, esto no puede serlo. Y como no puede ser gratis, no puede ser chabacano. Otras cabeceras dicen a menudo que eso que ofrecen gratis no puede ser gratis. Al final, para que lo siga siendo, se funden cada vez más con aquello de lo que querían distinguirse.

He leído también en varios sitios que es la primera portada sin desnudos de Playboy en toda su historia. Poca memoria, otro mal de nuestra prensa. Pues bueno, esta de Pamela Rawlings fue la portada del ejemplar más vendido de toda la historia, más de 7.000.000 en noviembre de 1972. Uno de cada cuatro universitarios estadounidenses la compró.

  

Podía haber puesto el ejemplo de Newsweek o el del Times Picayune de Nueva Orleans, porque van a pensar que todo esto es una excusa para hablar de tetas y no de riesgo. Demasiado tarde, supongo.

Escribir bien

Ni diez años llevo en esto y ya empiezo a repetirme. No piensen que los abuelos contadores de batallitas -siempre las mismas- salen de la nada. Como tampoco los viejos verdes, algunos de los cuales ya vislumbro entre mis amistades hasta cuatro décadas antes de su proclamación.

Hubo una época en que pensaba los artículos para el papel. Entiéndanme, las ideas en abstracto pero la textura en celulosa, con sus despieces y su columna de salida. Ya no. Ahora los pienso exclusivamente en binario, incluso las ideas de los reportajes son a veces irreconciliables con el formato analógico. Datos accesibles, gráficos interactivos, enlaces innegociables. 

Hace poco leí a alguien decir que ya todos los periodistas somos digitales. Creo que lleva razón, tengan más o menos autoconsciencia. Sin embargo, seguimos arrastrando el lenguaje de una etapa anterior, no hemos roto con el pasado. Ya, es imposible romper con la tradición, pero así nos vendemos a veces para distinguirnos.

Por ejemplo, está ese pecado periodístico de repetir la misma palabra en el mismo párrafo. Suelo incurrir a menudo en él, como mis compañeros de Prodigios, editores displicentes, saben. Esta norma pudo tener sentido en el diario impreso, con columnas delgadas que denunciaban con neones un léxico pobre. Si repetías «escaño» o «concomitancia» con dos líneas de distancia, la maqueta mágicamente te lo organizaba para que lucieran una encima de otra. Hoy eso ya no sucede, pero seguimos arrastrando la norma, y en ocasiones enrevesamos la prosa, oscureciéndola a saco, sólo para cumplir con este mandamiento linotípico.

También es cierto que el papel aguantaba mejor el fárrago que la pantalla.

Hay muchos otros ejemplos: no pongas tal cosa en un titular, que el subtítulo no tenga más de tantas palabras, pon un ladillo o un despiece cada cinco o seis párrafos. Algunas normas -como la de fumigar adjetivos y adverbios hasta que sólo resistan los más fuertes- tienen sentido siempre, otras… son clichés, mitos como el de la botella de whisky en el cajón o que el mejor periodismo sale del corazón. Traten de entrevistar a un neurocirujano o analizar los PGE desde las tripas, a ver qué tal.

Necesitamos revisar las instrucciones del Mecano, algo parecido a un estándar, que guíe sin apreturas, porque tampoco estamos seguros. Algo que nos aleje de este clavo ardiendo del tuteo, el lenguaje fresco y tratar a los lectores como a un grupo de pandilleros. Aunque lo sean.

En definitiva, invisibilizar el estilo, porque en esta profesión lo peor que pueden decir de alguno de nosotros es «qué bien escribe este tío» en lugar de «qué tema tan interesante he leído». Todo lo que sea apartar la vista de nuestro trabajo para ponerla en nosotros mismos, cualquier tentación de parecer algo más que padres orgullosos de nuestro retoño textual… es un fracaso. 

Pienso en un vendedor de coches de segunda mano mirándose al espejo en su lóbrego vestíbulo, creyendo haber logrado imitar al fin la infalible sonrisa del conquistador.

Dos favores

La semana ha sido muy difícil.

Por un lado, logré alcanzar un pequeño hito profesional al ir a cubrir la COP21 de París. Llevo años escribiendo de cambio climático y siguiendo estos eventos en segundo plano. A tenor de los resultados, estoy más que satisfecho. Fui allí como enviado de un medio joven y me demostré muchas cosas a mí mismo. Pero no quería hablar de esto.

En mi segundo día en la cumbre, recibí un Whatsapp bastante inquietante de mi madre en relación a un amigo de la adolescencia. Tenía que contarme algo sobre él y en aquel momento ya sabía lo que era. Él era francés y, al estar yo allí, mi madre temía que pudiera enterarme por la prensa. Joder. El estómago se me fue a los pies y de repente todo lo relativo a la cumbre o al cambio climático o a mi carrera dejó de importarme.

Nos conocimos con 15 años, los dos con la cara llena de granos. Nos intercambiábamos los veranos, uno lo pasábamos en su casa al sur de Francia y el siguiente él en Córdoba. Ninguno de los dos hablábamos entonces de querer ser periodistas y sin embargo los dos acabamos siéndolo, él tras estudiar Ciencias Políticas y yo tras hacer Filología Inglesa, él se especializó en rugby y yo en ciencia. Había cierto paralelismo entre nuestras vidas, aunque no eran líneas rectas. Más bien, le veía como alguien muy parecido a mí, más o menos los mismos objetivos vitales, pero con las reverberaciones del destino propias de haber nacido en otro país. A través de postales o actualizaciones de Facebook ambos mirábamos con el rabillo de ojo la vida del otro.

Cuando mi madre me lo contó entré en ese periodo de no aceptación. Traté de centrarme en acabar el reportaje que estaba escribiendo, traté de evitar cualquier relajación, no distraerme de la misión que me había impuesto para no pensar. A veces, algunos compañeros españoles venían a decirme cualquier cosa, que si el borrador del acuerdo había salido o si la ministra nos había reunido a tal hora para valorarlo. Asentía, pero me daba igual. Sólo quería volver a la pantalla y al texto a medio escribir. Si me levantaba a por café o al baño, la dichosa frase que empezaba con su nombre y acababa con su muerte se me metía en la cabeza, y yo intentaba rechazarla. Tuve que meterme entre dos taquillas para llamar a un par de seres queridos, que le conocieron, y poder desahogarme con ellos.

Iba con su mujer, que tuvo suerte aunque aún está grave, y sedada. Fue un accidente múltiple al sur de Francia. Cinco coches y ellos las únicas víctimas. La vida es tan cruel. No quería ni pensar en… bueno, en todo lo demás. En sus padres o sus hermanos pequeños, que hace años casi eran los míos.

La última vez que le vi fue en su boda, hace tres veranos. Una ceremonia maravillosa al sur de Francia, en una casa de campo en el pueblo de ella, una tarde que mi mente conserva en tonos pastel. Mientras volvía en el tren de Le Bourget vinieron a la mente memorias que creía olvidadas, recuerdos de adolescencia. Él y yo nadando cientos de metros en el Mediterráneo -ahora me parece increíble que pudiera hacerlo- o tirados en la alfombra de su cuarto, escuchando discos de Radiohead o Silverchair. Nos fuimos viendo menos conforme nuestras vidas de adulto se fueron complicando, pero estuvo ahí en unos años trascendentales, aquellos en los que se forma la personalidad.

Sé que no es el tono de esta bitácora. Si les estoy contando todo esto es, primero, por terapia, para ordenar un poco los pensamientos de estos días tan convulsos. Después, porque tras aquel día devastador y los siguientes, ahora creo que tengo una imagen suya que quiero conservar. Sé que un día me despertaré y ya no conservaré estos recuerdos espoleados por el duelo y la impotencia, y aquí quiero dejarlos. No revelo su nombre porque detesto la idea de que alguien haga ahora una especie de incursión necrófila en Google para ver qué aspecto tenía o qué escribía. Yo mismo, con mi natural curiosidad, no soy capaz de buscar nada de información y mucho menos mirar en sus redes sociales.

Por último, quiero pedirles dos favores.

Su madre envió un correo, lacónico, solemne. Buf. Imagínense. En resumen, decía que nada de flores, que si queríamos tener un detalle mejor hiciésemos una donación en su memoria a Reporteros Sin Fronteras. Si desean ustedes hacerla, en memoria de mi amigo o de cualquier persona que hayan perdido recientemente, periodista o no, sepan que se lo agradeceré desde el punto más cercano al alma. Quizá podamos ayudar a que algún otro reportero, en cualquier lugar del mundo, pase la Navidad junto a su familia.

Este favor es opcional, el que quiero que sí cumplan, estimados lectores -fieles o esporádicos- es el de tener mucho cuidado con el coche estos próximos días. Sólo quedan dos semanas de 2015 y este año ya hemos sufrido bastante.

No sé si volveré a escribir en unos días, así que aprovecho para desear un feliz fin de año. Cuídense todos.

El CV ha muerto, menos mal

Estuve esta semana en Salamanca, donde me invitaron a dar una conferencia sobre qué hacemos en la sección de Prodigios. Como suele pasar en estas charlas, el público apenas pregunta nada. Yo era igual como estudiante, casi podía verme a mí mismo allí sentado, bostezando mientras me escuchaba. Tras la charla, uno de los asistentes, que intenta abrirse camino en el mundo del periodismo freelance, me preguntó, o más bien supuso, que debía haber un montón de gente mandándonos propuestas de temas para escribir en nuestra sección.

Algunos sí, claro. Pero tampoco son tantos. Sospecho que, sin embargo, la directora de RRHH de El Español debe recibir docenas de currículums. Mi consejo para él fue el mismo que yo empleé para entrar a trabajar en este periódico: mandar trabajos publicados (más tarde, propuestas de historias) y en última instancia, siempre como complemento, un enlace a mi página web con el historial biográfico y laboral.

El currículum está muerto, sobre todo en periodismo. Ya puedes mandarlo en un sobre lacrado, urgente, certificado y con acuse de recibo a cada redacción del país que no te servirá de nada. ¿Por qué? Muy sencillo. En estos últimos años, los grandes medios de comunicación han usado a los jóvenes periodistas como kleenex, para poder irse de vacaciones o cubrir bajas. La progresión profesional es imposible, quedarse es una quimera por muy buenas referencias que ofrezca de ti un redactor jefe. Cuando, después de dos o tres meses, te dan la patada en un periódico, tele o radio, abren otra puerta y allí hay una fila de recién licenciados sonrientes. Pase el siguiente.

Así, España hoy está poblada de cientos de periodistas de menos de 30 años que tienen en su currículum una línea o más en El País, El Mundo, ABC, EFE, Europa Press, La Razón, RNE, Onda Cero, COPE, Antena 3, Telecinco, etcétera, etcétera. Yo mismo, en apenas tres años, pasé por ABC, EFE, colaboré en Europa Press, publiqué una vez en El Periódico… todo estancias, becas, concursos o sustituciones por obra. En los años 90, poner en tu currículum que habías trabajado en El País podía garantizarte un trabajo en otro sitio. Ahora ya no significa absolutamente nada, más allá de que has formado parte de esta enorme picadora de vocaciones.

Laboralmente, haber pasado meses en un medio de primera línea se ha devaluado tanto que sirve para lo mismo que una licenciatura en Humanidades. En muchos casos, el proceso de selección para entrar a trabajar en uno de estos sitios es, para un recién licenciado, casi inexistente, porque los únicos requisitos son ser barato y no hacer ruido al marcharse. Por supuesto, una beca de verano en un medio puede ser una gran experiencia personal. Pero en su currículum, jóvenes, ya no vale nada.

Y eso, creo yo, está bien.

Porque al final, si alguien te escribe con una propuesta de reportaje maravillosa, en la que ha identificado lo que se ha publicado antes sobre el tema, con quién puede hablar dentro y fuera de España, cómo puede sorprender a nuestros lectores… al final esa buena idea es una especie de resumen, selecto, de todo lo que has hecho antes con tu vida. No necesitas saber si tiene el Cambridge Advanced o aprendió inglés poniendo birras en Dublín, sólo si conoce o puede entrevistar a un científico extranjero que le va a dar un enfoque diferente de un tema. Y sobre todo, detectas que alguien así se ha metido a ser periodista para disfrutar del trabajo.

Recuerdo cuando, terminada mi beca iniciática en la sección de Cultura de ABC, me quedé en paro por primera vez. Esto debió ser sobre 2006. La Asociación de la Prensa había abierto una bolsa de empleo y fui a dejarles mi ridículo historial laboral. Mientras la secretaria me hacía esperar, eché un vistazo a la torre de folios que tenía sobre la mesa. El primero de todos los currículos, de un chico, tenía dos líneas para decir que había acabado la carrera. El resto eran referencias de periodistas de diferentes medios con los que, obviamente, no había trabajado. Nombres y teléfonos.

Seguramente su padre era periodista, pero el hijo no lo iba a ser en la vida. Al menos, funcionalmente hablando.

Por eso -aunque nunca pregunten nada- me gusta ver a universitarios crear revistas, blogs colaborativos o fanzines. Seguramente querrán acabar publicando en un gran medio -porque al final, la vanidad es inherente a este oficio- pero antes quieren disfrutar de esto, equivocarse mucho antes de tener lectores que se den cuenta de sus carencias, aprender a escribir menos pretencioso y con más magro que grasa. Quieren pretender.

En defensa del clic

Viralidad. Desde que trabajo en un periódico digital escucho esta palabra a menudo.

Me empiezan a obsesionar las analíticas de mis artículos. Lo digo como algo bueno. Es como mirar la analítica de sangre que te manda el médico, siempre habrá algo que tienes mal. En vez del colesterol malo o la hemoglobina glicosilada, aquí tenemos el tiempo de permanencia o la tasa de rebote. Con el médico es sencillo, ¿pero cuál es el equivalente en la producción de noticias a dejar de fumar o bajar peso?

¿Por qué una noticia apresurada tiene más visitas que un reportaje que te llevó hacer una semana? ¿Quizá por el momento en que salió, por el titular, por la sobreabundancia de artículos del mismo tema o por la falta de ellos?

Un momento. Vale, quizá debería haber empezado por aquí. Sé que alguno de ustedes estará pensando que hablar de todo esto no es… guay. Que los periodistas no podemos vivir obsesionados por el clic.  Que la mera idea de modificar un titular o un enfoque para incrementar las visitas es una forma de corrupción intelectual. ¿No podemos vivir obsesionados por el clic, pero sí por vender más periódicos o revistas? Insisto, no se trata de bastardear la mercancía, creo que obsesionarse por difundir algo antes incluso de escribirlo no es inteligente, pero no obsesionarse por venderlo una vez lo has escrito… ¿qué denota eso? ¿Por qué no intentar que un artículo que te has currado durante horas o días sea más leído?

En el fondo, pienso -como tanta gente piensa- que debe haber una fórmula secreta, un ecuación inaprensible. Deseo secretamente que llegue el día en que un analista de datos me diga «Antonio, tu reportaje es interesante, pero si lo publicas el martes a las 8:18 de la mañana, preveo un aumento del 15% en las visitas, una tasa de rebote inferior al 20% y una permanencia de entre 2 y 3 minutos más». Pero ahora mismo veo más probable que alguien así me dijera «mira, ve a tiro hecho y haz mejor un artículo sobre cómo ha aumentado el número de pulseras de Iker Jiménez a lo largo de los años, con fotos y muchos gráficos».

El problema con la viralidad es que la vemos como un fin y no como un medio.

Muchos sitios internacionales, tipo Buzzfeed, han decidido prescindir de las agencias de noticias porque prefieren rellenar sus sitios web con contenidos pronosticados como virales por programas informáticos. Estos programas rastrean las redes sociales buscando picos de viralidad. Si un tema empieza a crecer en menciones espontáneamente, este software lo detecta y le dice al editor de turno: «El anuncio de la OMS sobre carne y cáncer de colon». «Un perro lazarillo que baila merengue». «Un tuit de Beyoncé mencionando a Dick Cheney». Y el problema es que, aunque tuvieras la fórmula secreta que garantizara la máxima viralidad a todos tus contenidos, podrías triunfar durante un minuto, porque al siguiente habría otras 5.000 páginas aplicando tu misma fórmula y la tarta volvería a repartirse como antes.

Esto es un debate recurrente entre los gurús del periodismo, pero el problema de los gurús es que no hacen noticias*. En España, por suerte, tenemos a gente como los que crearon Soitu o Verne, que no sólo han teorizado sobre la viralidad sino que han puesto estas ideas en práctica, ensayo-error, con un éxito notable. No es ningún misterio que ahora, casi todos los demás medios estén tratando de tener su propio Verne.

Mientras tanto, ¿qué podemos hacer los demás periodistas para -horrible jerga de autoayuda empresarial a continuación- maximizar nuestro impacto? No me refiero a poner mujeres en tetas o convertir tu red social en una feria de proselitistas de ti mismo, me refiero a que un artículo sobre interpretaciones neurocientíficas del último batacazo de la Bolsa de Hong Kong tenga más lectores reales.  De momento he probado algunas estrategias sutiles, como por ejemplo no escribir sobre interpretaciones neurocientíficas del último batacazo de la Bolsa de Hong Kong, pero aún es demasiado pronto para saber qué funciona mejor a la hora de hacer un Moneyball de uno mismo. Quiero decir, en ciencia hay muchos temas que hay que dar -aunque sabes que son arduos- porque son relevantes. Y si en vez de a cuatro gatos llegas a seis, pues mejor.

Otra cosa que me gusta de las analíticas es la gran cura de humildad que conllevan. Los números pegan unas hostias criminales. Te permiten saber que, de cada diez personas que entraron a leer ese artículo tuyo tan celebrado en redes sociales, sólo seis no cerraron la ventana inmediatamente. O, en versiones más sofisticadas, te permiten saber a qué otro artículo de la página se fueron estos lectores cabrones tras descubrir que el tuyo no era tan interesante como parecía. Que solamente dos de cada diez visitantes se leyeron tu artículo hasta el final. Que muchos de los que lo compartieron ni lo habían abierto, en fin, esas cosas que nunca sabíamos cuando escribíamos en papel.

Quieras que no, esa falta de información ha tenido que forjar algún que otro ego.

* Siguiendo la definición comúnmente aceptada de identificar un tema sobre el que otros medios no hayan escrito, o al menos recientemente, tratar de encontrarle algún nuevo enfoque, algo que añada sustancia al debate, buscar hechos o documentos para familiarizarse con el asunto y darle un respaldo factual, seleccionar potenciales fuentes e ir descartándolas, bien porque no son adecuadas o porque no están accesibles, hacer las gestiones pertinentes -internas como encargar un fotógrafo o planear los gráficos, externas como enviar correos electrónicos o levantar el teléfono- para recopilar toda la información, plantear una estructura, transcribir, discriminar y finalmente escribir uno, dos, tres bocetos, revisarlo, incluir los enlaces correspondientes, crear la noticia adecuadamente según las directrices estilísticas del medio y del programa informático de edición, enviarlo a revisión, introducir o dialogar los cambios sugeridos, dejarlo listo para publicar o publicarlo, luego irte a casa, sacar al perro, preparar la cena para los seres hambrientos y un yogur para el resto, ver un rato la tele, lavarte los dientes, poner el despertador, quedarte dormido leyendo, despertarte y subir masticando al autobús buscando en el teléfono tu noticia recién publicada, comprobando al mismo tiempo la indiferencia general de los comentarios en Twitter salvo eh, una errata en el tercer párrafo -en realidad es incorrecto definir como «cuerpo más lejano de nuestro Sistema Solar» a Plutón pero lo hiciste por no repetir tanto el nombre- de la que un par de tuiteros se han percatado y por la que te están tildando de ignorante. Y encima han hecho un pantallazo. Fantástico.

Umbral o no

Esta mañana estuve leyendo un trozo de Voices from Chernobyl. El extracto fue publicado en 2004 y lleva unos cuantos años flotando en internet aunque, por supuesto, nunca lo habría buscado si Svetlana Alexievich no hubiese sido premiada el pasado jueves con el Nobel de Literatura.

Es reporterismo en grado cero. Testimonios entrecomillados de entrevistas a supervivientes, sin presentación más allá del nombre de la persona y su afiliación con la catástrofe nuclear. Sin aderezo de adjetivos. Grano sin paja.

¿Dónde está la literatura aquí? En la compleja invisibilidad de la estructura y orden de las piezas de este puzle. En los ritmos, en los [largo silencio]. «Un estilo de la ausencia», como también dijo Barthes. Y sobre todo, la literatura está en que desde la primera línea estuve ahí, crucé el umbral de manera inmediata. Yo lo llamo el umbral.

One old man —he was already on the ground. Dying. Where was he going to go? «I’ll just get up,» he was crying, «and walk to the cemetery. I’ll do it myself»

Sé que hay mucha gente que vive de estudiar y divulgar este cansino debate sobre literatura y periodismo, que si la intención, que si las metáforas (*). Siento pincharles la burbuja.

Para mí, si vas en el autobús a las 7:45 de la mañana, te pones a leer un reportaje y ¡click! estás allí mentalmente, viendo en un lóbrego hospital a los bomberos de Chernóbil metidos en bolsas y en otra sala a sus esposas, tratando de sobornar a la enfermera para verlos. No lo dude más, ha atravesado el umbral: es literatura. Si su mente sigue allí, entretenido, interesado pero sin dejar de ser consciente de cada timbre de móvil, conversación, olor o frenazo… lo siento, está usted en el autobús leyendo el periódico.

También hay veces que uno cruza el umbral y el resultado luego es decepcionante, pero queda algún consuelo por el viaje interior. No hay un método o un patrón común; a veces es en primera persona, otras en tercera; a veces hay un personaje o varios, a veces no.

Hay un umbral, se cruza o no, y si no se cruza, fin del debate.

Es mi criterio, claro. Por eso no entiendo que a veces llamen literatos a gente que nunca me ha hecho atravesar el umbral. Tampoco sé por qué muchos novelistas se meten a columnistas y no a reporteros à la Alexievich.

(*) BONUS TRACK
En este blog somos de pensar que las metáforas son cosustanciales al lenguaje y que el mérito debe estar en su invención, no en su uso. Sirva como ejemplo de cómo las metáforas -y metonimias- lo impregnan todo un vistazo rápido a la página de El País ahora mismo:
«Ciudadanos se acerca a la cabeza y PP y PSOE se estancan». Aquí vemos esta metáfora competitiva, acercarse a ‘la cabeza’, donde la cabeza es ser el partido más votado. ‘Se estancan’, otra metáfora.
«Muguruza conquista Pekín». Aquí tenemos esta comparación bélica para decir que una jugadora de tenis ha logrado la victoria en la final de un torneo disputado en Pekín. Lo hacemos todo el rato.
«Una nueva mentira acorrala a la ministra de Defensa alemana». Esta es interesante, la mentira cobra vida y acorrala a ministra. Estar contra las cuerdas es otra que usamos todo el rato.
«Estados Unidos mueve ficha con el Tratado del Pacífico para contener a China». Etcétera.

Zonas de confort

Creo que voy entendiendo algunas cosas. Nos encanta debatir, o mejor dicho, nos encanta hacer peleas de almohadas con nuestros puntos de vista. Sin apenas permeabilidad. Pero… ¿cómo lo diría? Casi nadie se mete en un debate que pueda perder.

Tengo bastantes amigos y conocidos que se dedican a profesiones creativas: escritores, guionistas, artistas, actores… y recuerdo que cuando aquel affaire de los tuits de Guillermo Zapata todos llevaban el debate al mismo terreno: los límites del humor. 

Podían haber tenido en cuenta otros factores, como la responsabilidad del que deviene representante público o cuánto hay de oral o de escrito en una red social, las consecuencias legales de un ataque de verborrea… Mil cosas, pero claro, todas ellas fuera de su zona de confort. Si te centras en los límites del humor -o más bien, en su ausencia- sólo puedes «ganar». ¿O acaso está usted en contra de la libertad de expresión?

Lo mismo ha pasado esta semana con ese niño sirio muerto boca abajo sobre la arena. Podíamos haber hablado de tantas cosas a raíz de esa imagen. Rutas, culpables, cifras, alternativas. Pero a muchos les ha saltado el resorte: publicar o no. Siempre el eterno debate. «¿Y si hubiera sido un niño español?», «¿Qué habría hecho el New York Times en nuestro lugar?» Y clichés, y odas, y guiños, y ser los garantes de la teoría, teoría, teoría de la información. De nuevo, todos huyendo hacia nuestra zona de confort, donde siempre sabemos ganar la partida. ¿O acaso está usted en contra de contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con toda su crudeza, aunque el relato sea en realidad sobre nosotros y no sobre Siria? ¿Aunque hayamos preferido quedarnos en Madrid debatiendo en lugar de mandar a alguien allí a contarnos lo que pasa en un reportaje que ya veremos si ilustramos con esa u otra foto?

Supongo que todos lo hacemos, pero claro, uno sólo puede mirar hacia afuera. Si alguna vez detectan en mí una huída hacia zonas de confort, por favor, avísenme. O mejor, traten de retenerme en la intemperie hasta que aprenda algo.

Reportero, bonita palabra

Después de comer, me tumbé en la cama y me puse a mirar el móvil tratando de dejarme atrapar por el sueño. Vi una oferta de empleo en ProPublica:

«Education reporter«. 

‘Vaya, buscan un reportero de educación. Qué sencillo’, pensé. ‘Sé perfectamente que lo que hace un reportero -de educación, de economía o de ciencia- es salir con una grabadora y preguntas apuntadas en la libreta, tomar notas, buscar documentos, llamar a los expertos, quedar con ellos, hacerse preguntas, viajar a sitios y encontrar respuestas’. 

Me gusta esa palabra, me siento muy identificado con ella. Si alguien se me presenta y me dice «soy reportero» sé a qué se dedica en su día a día. A lo mismo que yo. 

Pero si alguien me dice «soy periodista» no sé a lo que se dedica, ni siquiera sé si se dedica al periodismo activo o simplemente es un licenciado en periodismo. Es como la palabra «filólogo», que hoy en la práctica significa «licenciado en filología que trabaja de cualquier otra cosa». 

Pensaba en todo esto y en las veces que la palabra «reportero» salió en mis entrevistas de trabajo para El Español. Fue un muy buen augurio, y es bueno que vuelvan a buscarse y a ficharse reporteros. 

Cuando volví de Estados Unidos en 2011 me puse a buscar empleos en periodismo y todo lo que veía eran trabajos como «embajador de marca», «community manager«, «experto en SEO», «copy junior«. ¿Pero qué carajo era todo esto? ¿Dos años de máster en periodismo de ciencia con exámenes finales que eran reportajes para esto? ¿Pero qué cojones es un copy junior y qué tiene que ver con dar noticias? Incluso la Asociación de la Prensa daba cursos de estas cosas, ¿pero qué leches pasa aquí? ¿Y alguien que quiera ser reportero, dónde se mete? La única opción era otro anglicismo: freelance.

En aquel momento, me sentí totalmente perdido, profesionalmente hablando. Pero no, al parecer los que estaban perdidos eran otros. Gracias a las redes sociales vi que había mucha otra gente de mi generación en la misma situación: sin acceso funcional a un trabajo de reportero, publicando gratis o por cuatro duros auténticas joyas en arrabales informativos, para un público menor del que merecían, buscándose la vida dentro y fuera de España como reporteros en un sector que había perdido la cabeza buscando expertos en trucar titulares para que Google los situara más arriba. 

Ahora, afortunadamente, voy a compartir redacción con algunos de ellos. Y a otros los leo ya en importantes cabeceras. Así que sí, está bien que se haya vuelto a imponer poco a poco la cordura y que alguien que quiera trabajar haciendo noticias, reportajes y entrevistas pueda, al menos, optar a hacerlo. Aún planean muchas incertidumbres sobre este viejo negocio de dar noticias, pero creo que esta era una de las principales y comienza a resolverse.

Y después de pensar en todo esto, me quedé felizmente dormido.